Clases presenciales versus clases virtuales: ¿Un falso dilema?
Muchos
y grandes pensadores, a lo largo de la historia, no recibieron clases en un
salón. En décadas recientes, puede encontrarse también un listado enorme de
personalidades muy destacadas, en todas las áreas del conocimiento y la
cultura, que estudiaron en sus casas y fueron educadas, por lo menos en los
primeros niveles del sistema educativo formal, por sus padres.
Ahora
bien, también es cierto que la mayoría de ellas terminó finalmente integrándose
en el sistema formal de educación conforme aumentaba la dificultad de los
contenidos que debían asimilar y comprender. Es indudable que las clases que se
comparten en un espacio propicio, un salón con otros compañeros, con profesores
competentes y facilidades de acceso a bibliotecas y otros recursos, ofrecen
grandes ventajas para el desarrollo del pensamiento racional. Muchas materias y
conocimientos de importancia tal vez no pueden comprenderse del todo en
soledad. Comprender algo, saberlo realmente, requiere poderlo explicar a otros,
es decir, poder coordinar los argumentos que lo sustentan con aquellos
argumentos que los otros interlocutores pueden entender, o con los que pudieran
estar de acuerdo. Esta es una tarea difícil, que requiere paciencia, capacidad
para los acuerdos e imaginación.
La
discusión racional, que confirma aquello que consideramos verdadero y real,
requiere, pues, un tipo de esfuerzo de coordinación y negociación que es, la
mayoría de las veces, muy difícil. Por lo demás, pareciera que no existen
realmente atajos distintos a este tipo de negociación cara a cara para acelerar
los procesos de entendimiento mutuo que son necesarios para alcanzar una visión
común del mundo objetivo y del mundo ético, visiones que son necesarias para
una convivencia armónica y feliz, y para el avance del conocimiento innovador
del mundo físico y natural.
Por
esta razón, una sociedad sin parlamentos ni cabildos en los que los implicados
discuten y coordinan cómo quieren diseñar sus instituciones públicas terminará
decayendo en la anomia y la fragmentación. Del mismo modo, una sociedad sin
universidades públicas y de calidad, financiadas generosamente, terminará
dependiendo para su propia desgracia de las innovaciones sociales, científicas
y tecnológicas producidas en otros lugares y por otras personas. Lo que ambas
decadencias tienen en común es la pérdida de espacios para la discusión viva
sobre lo que es verdadero, válido y real. Y esa discusión sólo puede darse en
un entorno que promueva la reflexión racional hecha en común, cara a cara,
junto con otros con quienes debemos ponernos de acuerdo y con quienes tenemos
que hacer el esfuerzo de entendernos.
Ya
desde la antigüedad clásica se tenía claro que este tipo de entrenamiento
reflexivo para la búsqueda cooperativa de la verdad se aprende realmente en los
espacios de algún tipo de sistema de educación formal, llámese Academia,
Escuela o Universidad, y compartiendo y discutiendo contenidos difíciles con otros
seres humanos. Ahora bien, es igualmente indudable que este tipo de movimiento
reflexivo no puede producirse si no existe una contraparte en una suerte de
vida interior, en virtud de la cual el que discute también puede retirarse y
formarse su propio juicio de manera autónoma e individual.
Se
trata de una dialéctica ineludible. La discusión racional está sostenida desde
adentro por los estudios, las reflexiones personales, y la vida interior de
aquel que es capaz de estudiar en su casa solo y de manera silenciosa y
concentrada. Por esta razón, muchos grandes pensadores que fueron “homeschooled”,
que estudiaron en sus casas solos en su infancia y primera juventud, suelen
tener muchísimo éxito cuando se integran en la Universidad más tarde. Son
capaces de asimilar contenidos complicados de manera concentrada y eficaz, sin
dejar de aprovechar las posibilidades de crecimiento intelectual que ofrece la
reflexión hecha en una comunidad de argumentación.
De
este modo, parece que no puede haber un verdadero aumento del conocimiento en
una comunidad, entendido como una empresa colectiva, si no existe, al mismo
tiempo, la capacidad de cada uno de sus miembros para el estudio solitario y
concentrado.
En
esta coyuntura que atraviesa nuestro sistema educativo, debida a la inédita
situación que plantea la pandemia del Covid-19, me parece a mi que se abre para
nosotros la posibilidad de reforzar ese lado de la dialéctica que se produce en
las discusiones racionales que a veces descuidamos: el lado que alude a la
capacidad que cada uno de nuestros estudiantes debe tener para el estudio
automotivado, solitario y concentrado. Sin ese aspecto de esa dialéctica, lo
otro no funciona, es decir, los que van a discutir se quedan sin contenidos y
argumentos ricos e innovadores.
No se trata de
sustituir un salón de clases, lo cual es imposible, y mucho menos pretender
hacerlo con audios de whatsapp, un uso con el cual sus creadores seguro no
contaban. Se trata de poder diseñar un programa para que nuestros estudiantes
puedan auto-dirigir sus estudios
privados con la ayuda y el apoyo del profesor. Este es el momento que todos
podemos aprovechar para estudiar y asimilar contenidos difíciles, que requieren
muchas horas de estudio concentrado, solitario y encerrado. Por lo menos, eso es
lo que yo estoy haciendo, en mi condición de profesora e investigadora
universitaria.
Una
universidad es un cuerpo vivo que aglutina una comunidad de estudiosos abocados a la obtención del conocimiento en
el marco de sus distintas cátedras. En estas circunstancias extraordinarias, la
universidad puede proseguir esa tarea, adaptándonos a la nueva situación y
acompañando a nuestros estudiantes, con nuevos recursos e ideas que no
involucren peligrosos encuentros presenciales que pongan en riesgo su salud,
para que continúen su aprendizaje bajo la guía de sus profesores.