jueves, 9 de noviembre de 2017

Nuestros cotidianos muros de Berlín



 

Jack: “Cuando tenía cuatro años, no sabía nada del mundo y ahora yo y mamá vamos a vivir en él para siempre y por siempre hasta que nos muramos. Esta es una calle en una ciudad de un país llamado América, y está la Tierra. Que es un planeta azul y verde, siempre dando vueltas, y no sé por qué no nos caemos. Y luego, está el espacio exterior. Y nadie sabe dónde queda el cielo. Mamá y yo hemos decidido que, dado que no sabemos qué nos gusta, nos toca probar de todo. Hay muchas cosas allá afuera. Y a veces da miedo. Pero eso está bien, porque todavía somos tú y yo”.
En Room (2015)

       ¿Por qué alguien querría confinar a un ser humano en un espacio del que no podrá salir? ¿Qué impulso, qué dinamismo oculto, lleva a un individuo a privar a una persona o a un conjunto de ellas, de su posibilidad de circular libremente y conocer el mundo que lo rodea, otras personas y otros individuos? Preguntémonos por un momento: ¿por qué, realmente, alguien querría hacer algo así?
         Este problema es explorado en la película de 2015 Room. Allí, una muchacha es secuestrada y confinada a un cuarto minúsculo por un hombre que la viola e inicia con ella una relación basada en el abuso sexual, la opresión y su completa instrumentalización. Se trata de una historia conocida que de cuando en cuando vemos en la prensa, con otros nombres y otros protagonistas. Niñas y jóvenes que desaparecen porque a un tipo le provocó tener una esclava sexual.
        En la película, el secuestrador responde al nombre de “Old Nick”, apelativo con el que se nombra al diablo en Irlanda, el país de origen de la guionista de la película, Emma Donoghue. Se trata de un hombre profundamente egoísta,  acomplejado y aquejado de una suerte de odio por la vida, por la conciencia de ser un fracasado sin remedio.  La provee con mezquindad de lo mínimo que ella necesita para mantenerse con vida, incluso de un viejo aparato de televisión que la distrae de largos días sin hacer nada, alejada de sus padres, su familia, el colegio, sus amigas, del libre desarrollo de su vida personal. Que el secuestrador sea una metáfora del demonio apunta un poco al registro metafísico con el que hay que ver esta película, en donde, en mi opinión, el confinamiento de la muchacha es una metáfora del infierno. De él logra ella escapar con un truco leído en la novela de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo, el escape de prisión de Edmundo Dantes, víctima también de un confinamiento impuesto por la maldad, envidia y crueldad humanas.
       Si seguimos leyendo esta película en la clave que ofrece su registro metafísico, observaremos que el despojo al cual Old Nick somete a la muchacha concierne, sobre todo, a su capacidad para explorar las posibilidades que se abren con su vida personal y sus propias experiencias. Old Nick odia todo eso porque no soporta que ella sea un sujeto autónomo. Percibe como una afrenta que ella quiera más leche para su hijo (el hijo de ambos porque el confinamiento ha durado ya años y entre tanto ha quedado embarazada) y la trata con desprecio cuando ella pide o exige cosas que necesita. Old Nick odia, sobre todo, a esta muchacha en su condición de persona que tiene conciencia de sus propios intereses. No es que les tiene miedo, o lo inquietan. Entiéndase bien: los odia y quiere suprimirlos.

        Entonces, preguntémonos de nuevo ¿cuál es el dinamismo que posibilita este tipo de confinamiento, este tipo de infierno?
           Cuando visité por primera Berlín, en el verano de 1989, mis compañeros de la Universidad Libre de Berlín me llevaron, primero que todo, para que viera el Muro. Sabían que me sentiría impactada por esa absurda división en el medio de la ciudad y todos tenían una extraña expresión de satisfecha superioridad moral cuando me lo mostraron. Querían ver mi asombro. En vez de quedarme mirando el Muro con la boca abierta, lo que sucedió fue que los miré a ellos pensando, para mis adentros, que lo que era realmente asombroso era que los berlineses se hubieran dejado meter ese strike. En mi juventud e ingenuidad lo que no podía entender era por qué los berlineses no había demolido todavía, con picos, palas y bulldozers, ese atropello a su libertad. Me parecía imposible que un Muro de concreto pudiera detener a personas.
         Me contaron que era imposible rebasar el muro porque estaba rodeado de minas explosivas y vigilantes, que aguardaban en altas torres que recordaban las de una prisión. Miré una y me pareció que estaba vacía. Pregunté que para cuándo la gente iba a protestar. Y me respondieron: el muro va a durar, seguro, cien años más.
           No olvido esa respuesta, porque tres meses después la gente estaba montada sobre el Muro con picos, palas y bulldozers.
Lo que sucedió fue lo siguiente: Gorbachov, que en aquel momento era Secretario General del Comité Central del PC Soviético y, por lo tanto, líder máximo de la URSS, dejó de enviar tropas y tanques para mantener a los ciudadanos de los países de la órbita soviética convenientemente confinados dentro de sus fronteras. Al replegarse la URSS de su esfera de dominio geopolítico (básicamente porque eso les costaba mucho dinero, exactamente como está pasando ahora en los EEUU bajo la presidencia de Trump, que ya no quiere seguir siendo el mayor financiador de la OTAN), los líderes de los países del bloque oriental comenzaron a dejar que sus ciudadanos hicieran lo que quisieran y salieran hacia Europa occidental. A ver el mundo y hacer sus propias experiencias. Hungría y Checoslovaquia abrieron sus fronteras y una cantidad de ciudadanos de la antigua RDA comenzaron a salir por ahí, en masa y a pie. 
Cuando Erich Honecker, el entonces canciller de la RDA, pidió a Gorbachov que lo impidiera exigiendo a Hungría y Checoslovaquia el cierre de sus fronteras, éste básicamente lo mandó a paseo. Por aquellos tiempos se celebraban los cuarenta años de la fundación de la RDA y corrió entre los berlineses rápidamente la voz de que Gorbachov no estaba particularmente interesado en ayudar a Honecker a resolver sus problemas domésticos. Entonces, en la última visita de Gorbachov a Berlín, mientras comparecía en el equivalente a un “balcón del pueblo” junto a Honecker, comenzó a oírse un rumor bajito que fue aumentado en intensidad a medida que la multitud se adhería a la súplica: “Gorbachov, ¡ayúdanos, ayúdanos!”. 
En los días subsiguientes la situación para el gobierno de Berlín se hacía cada vez más y más insostenible. Multitudes de personas se congregaban en la Iglesia de San Nicolás, en Leipzig,  y en sus alrededores, para abogar por la liberación de la RDA de la influencia soviética. Todo el que podía salía por Hungría o Checoslovaquia. De modo que el día 9 de noviembre de 1989, el canciller Egon Krenz, que había asumido el liderazgo de la RDA por la intempestiva renuncia de Honecker, anunció por cadena de radio y televisión que “se facilitarían los trámites para permitir la salida de ciudadanos de la RDA hacia la RFA”.
Y esto es lo que más me asombra: no dijo que abrirían el muro. Dijo que estaban pensando “facilitar los trámites” para que la gente pudiera salir a Berlín occidental, i.e., para las famosas “visas de salida” que imperaban, por aquel entonces, en los países de influencia soviética para obstaculizar a sus ciudadanos el explorar el mundo y hacerse de sus propias experiencias y formular sus propias opiniones sobre las cosas. Pero la gente lo interpretó como yo pensaba que la gente debía hacerlo aquel día en el que observé en silencio el Muro, unos meses antes. Es decir, la gente entendió lo que le dio la gana, a saber, que no había ningún fundamento racional para que alguien aceptara someterse a esa clase de confinamiento. Así pues, inmediatamente después de la alocución de Krenz, los berlineses bajaron en masa, y en pijama, de sus edificios, y pidieron a los guardias, sin demasiados miramientos, que abrieran por favor las alcabalas que les impedían pasar para el otro lado. Después he leído que los guardias llamaron a sus superiores para preguntarles si debían disparar a la gente que se dirigía al Check Point Charlie como los zombies de Fear the Walking Dead, tal y como les habían instruido que debían hacer si se presentaba el caso. Uno de esos superiores respondió: “¿Tú eres idiota, o qué? ¿Cómo se te ocurre que vas a dispararle a ese montón de gente? ¡Hay que dejarlos pasar!” Puro sentido común.
Esa noche llamé a mi tutor en Berlín (yo había regresado a Venezuela temporalmente para retornar a Alemania al año siguiente) y entre ruidos de bocinas de autos y enorme algarabía, me contó que ese era el fin de la RDA. A mí me parecía imposible que un país con 40 años de historia pudiera desaparecer de la noche a la mañana así de fácil. Pero eso fue lo que sucedió. Bastó y sobró con que la gente despertara al sentido común y se acabó el experimento que confinaba a los seres humanos a un país convertido en una prisión.

Oprimir a las personas no es nada fácil. Necesitas un dispendio enorme de recursos y represión para poderlo hacer, dado que la autonomía de las personas es una fuerza metafísica, una densidad ontológica de la que la revelación cristiana es testimonio y, a la vez, constatación. Hace algún tiempo un estudiante nuestro que ha sido violinista de una orquesta sinfónica de Venezuela me contó una historia que me recuerda mucho la caída del Muro de Berlín. Un Ministro de Cultura de Hugo Chávez nombró a un representante gubernamental para que interviniera esa venerada orquesta, el cual asumió su puesto anunciado que la orquesta dejaría de ejecutar piezas de compositores “imperialistas y eurocéntricos”, como Mozart y a Beethoven, para dar paso fundamentalmente a la música académica venezolana (que habría sido, por cierto, imposible de componer sin la influencia de los autores supuestamente eurocéntricos). Los músicos le respondieron a este sujeto en el mismo tono de aquel oficial alemán al que me refería más arriba: “¿Cómo es la cosa? ¿No podemos tocar más piezas de Mozart y Beethoven? ¿Tú eres idiota, o qué?” De nuevo: puro sentido común.
Precisamente porque los venezolanos, como lo evidencia esta anécdota, hemos sabido derribar, durante los últimos años, nuestros pequeños Muros de Berlín, precisamente porque muchos venezolanos hemos respondido a los que aspiraban a oprimirnos, o a imponernos su visión única, con un oportuno “¿Tú eres idiota, o qué?”, que hemos podido mantener algunos espacios para la libertad de espíritu, como nuestra Universidad Central de Venezuela.
Se trata de un tipo de libertad que es temida por todos aquellos demonios,  como decía John Rawls, que temen la capacidad que tienen las personas para tomar autónomamente una decisión respecto del curso que tomarán sus vidas. Ellos tratan de impedir que las personas se informen adecuadamente y tomen sus propias decisiones, porque es más fácil para el opresor dominar e instrumentalizar a ciudadanos que no saben lo que quieren o no pueden formularlo adecuadamente. Y donde quiera que eso ocurre hay sólo una razón para ese dinamismo: el poder que proviene del despojo y la deshumanización de las personas que confrontarían de otro modo al opresor con sus propias demandas. Pienso que gran parte del socialismo en versión venezolana y latinoamericana, un socialismo militarizante que tiene su origen no tanto en las universidades de la región como en sus cuarteles y mafias paramilitarizadas, contempla el cerrar el paso a las aspiraciones de una juventud que quiere vivir su propia vida y sus propias experiencias, porque los que aterrizan en una posición de poder en gobiernos de esta guisa, no raramente terminan viviendo en condiciones que sólo los millonarios europeos pudieran permitirse, como aquel ex ministro chavista quien, cual Ernest Hemingway venezolano,  se retiró en el otoño de su vida a una casa de playa frente al mar en Cuba, en donde todo el mundo lo ha de tratar como el aristócrata que, en el fondo, tal vez siempre quiso ser.
Otro teórico del socialismo latinoamericano, uno que está realmente en las alturas del poder, nos decía una vez que si se cumpliera la “aspiración capitalista” de que todo el mundo tuviera un auto, entonces, “nadie podría respirar”. Así pues, se trata de que, si yo tengo carro, por ejemplo, tal vez convenga que tú, joven que comienzas tu vida, ya no debas tenerlo, no vaya ser que yo no pueda respirar en mi exquisito retiro frente al mar,  en países en donde a nadie se le ocurrirá disputar ese tipo de privilegios. Por lo que he podido atisbar, se trata de un socialismo que oculta su condición de ideología profundamente reaccionaria bajo un barniz ecologista; que pareciera que no tiene tanto que ver con lo que decía Marx, como con la aspiración de una casta dominante de disfrutar de privilegios que solo los ricos se pueden permitir en un mundo en donde es muy difícil ser capitalista o alcanzar una gran fortuna, porque hay que trabajar mucho y ser muy inteligente.
Pero lo mismo puede decirse de una parte de la oposición venezolana, aquella que utiliza métodos de lucha fascista, la que obstaculiza el libre tránsito de las personas y construye también sus pequeños Muros de Berlín por nuestras ciudades, la que financia, según contaba un sacerdote amigo, grupos de choque que conducen a jóvenes a su inmolación y a su muerte, difunde mentiras por redes sociales cuyos ejecutivos están más que dispuestos a aceptar dinero para manipular sus algoritmos y que, finalmente, se pasea por el mundo buscando promover sanciones que ahoguen financieramente a nuestro país, para provocar así la desbandada de la base popular del partido de gobierno, sin importar los daños colaterales (nosotros, carne de cañón). También aquí escuché a una muchacha que, impedida por un individuo, que había erigido una guarimba, de entrar a su casa para ir al baño, gritar con justa indignación: “Pero ¿es que tú eres idiota, o qué?”.
Contra ellos, debemos nosotros saber derribar todos los días nuestros Muros de Berlín. Ello implica reconocer que en nuestra capacidad de agencia personal, en nuestra capacidad de autoconstituirnos como individuos con un proyecto o un plan de vida personal, reside el poder que nuestros opresores más detestan. Se trata del poder para formular claramente lo que nos dicta el sentido común, el sentido de la justicia, las más elementales de las razones, sin miedo, llamando idiota a quién realmente lo es, en particular al que espera que guardemos silencio, bajemos la cabeza y no le pidamos explicaciones. Debemos poder formular lo que decide nuestra reflexión interior con la cabeza alta, diciendo las cosas de frente y como son, sin miedo a convencer al otro y sin dejarse intimidad por su terquedad. Y, sobre todo, sin recurrir a la violencia de los que persiguen fines que, por no poderlos confesar, apelan a la fuerza desintegradora, a la negación del Estado e institucionalidad venezolanas, que no son el patrimonio de ningún partido, sino los espacios cargados de historia, esas franjas de tierra venezolana, encima de las cuales tenemos derecho a permanecer firmes y de pie.

Noviembre de 2017