Jack: “Cuando tenía cuatro años, no sabía
nada del mundo y ahora yo y mamá vamos a vivir en él para siempre y por siempre
hasta que nos muramos. Esta es una calle en una ciudad de un país llamado
América, y está la Tierra. Que es un planeta azul y verde, siempre dando
vueltas, y no sé por qué no nos caemos. Y luego, está el espacio exterior. Y
nadie sabe dónde queda el cielo. Mamá y yo hemos decidido que, dado que no
sabemos qué nos gusta, nos toca probar de todo. Hay muchas cosas allá afuera. Y
a veces da miedo. Pero eso está bien, porque todavía somos tú y yo”.
En Room
(2015)
¿Por qué alguien querría confinar a un ser
humano en un espacio del que no podrá salir? ¿Qué impulso, qué dinamismo
oculto, lleva a un individuo a privar a una persona o a un conjunto de ellas,
de su posibilidad de circular libremente y conocer el mundo que lo rodea, otras
personas y otros individuos? Preguntémonos por un momento: ¿por qué, realmente,
alguien querría hacer algo así?
Este problema es explorado en la película de
2015 Room. Allí, una muchacha es
secuestrada y confinada a un cuarto minúsculo por un hombre que la viola e
inicia con ella una relación basada en el abuso sexual, la opresión y su
completa instrumentalización. Se trata de una historia conocida que de cuando
en cuando vemos en la prensa, con otros nombres y otros protagonistas. Niñas y
jóvenes que desaparecen porque a un tipo le provocó tener una esclava sexual.
En la película, el secuestrador responde al
nombre de “Old Nick”, apelativo con el que se nombra al diablo en Irlanda, el
país de origen de la guionista de la película, Emma Donoghue. Se trata de un
hombre profundamente egoísta, acomplejado
y aquejado de una suerte de odio por la vida, por la conciencia de ser un
fracasado sin remedio. La provee
con mezquindad de lo mínimo que ella necesita para mantenerse con vida, incluso
de un viejo aparato de televisión que la distrae de largos días sin hacer nada,
alejada de sus padres, su familia, el colegio, sus amigas, del libre desarrollo
de su vida personal. Que el secuestrador sea una metáfora del demonio apunta un
poco al registro metafísico con el que hay que ver esta película, en donde, en
mi opinión, el confinamiento de la muchacha es una metáfora del infierno. De él
logra ella escapar con un truco leído en la novela de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo, el escape de
prisión de Edmundo Dantes, víctima también de un confinamiento impuesto por la
maldad, envidia y crueldad humanas.
Si seguimos leyendo esta película en la clave
que ofrece su registro metafísico, observaremos que el despojo al cual Old Nick
somete a la muchacha concierne, sobre todo, a su capacidad para explorar las
posibilidades que se abren con su vida personal y sus propias experiencias. Old
Nick odia todo eso porque no soporta que ella sea un sujeto autónomo. Percibe
como una afrenta que ella quiera más leche para su hijo (el hijo de ambos
porque el confinamiento ha durado ya años y entre tanto ha quedado embarazada)
y la trata con desprecio cuando ella pide o exige cosas que necesita. Old Nick
odia, sobre todo, a esta muchacha en su condición de persona que tiene
conciencia de sus propios intereses. No es que les tiene miedo, o lo inquietan.
Entiéndase bien: los odia y quiere suprimirlos.
Entonces, preguntémonos de nuevo ¿cuál es el
dinamismo que posibilita este tipo de confinamiento, este tipo de infierno?
Cuando
visité por primera Berlín, en el verano de 1989, mis compañeros de la
Universidad Libre de Berlín me llevaron, primero que todo, para que viera el
Muro. Sabían que me sentiría impactada por esa absurda división en el medio de
la ciudad y todos tenían una extraña expresión de satisfecha superioridad moral
cuando me lo mostraron. Querían ver mi asombro. En vez de quedarme mirando el
Muro con la boca abierta, lo que sucedió fue que los miré a ellos pensando,
para mis adentros, que lo que era realmente asombroso era que los berlineses se
hubieran dejado meter ese strike. En
mi juventud e ingenuidad lo que no podía entender era por qué los berlineses no
había demolido todavía, con picos, palas y bulldozers, ese atropello a su
libertad. Me parecía imposible que un Muro de concreto pudiera detener a
personas.
Me contaron que era imposible rebasar el muro
porque estaba rodeado de minas explosivas y vigilantes, que aguardaban en altas
torres que recordaban las de una prisión. Miré una y me pareció que estaba
vacía. Pregunté que para cuándo la gente iba a protestar. Y me respondieron: el
muro va a durar, seguro, cien años más.
No olvido esa respuesta, porque tres meses
después la gente estaba montada sobre el Muro con picos, palas y bulldozers.
Lo que
sucedió fue lo siguiente: Gorbachov, que en aquel momento era Secretario General del Comité Central del PC
Soviético y, por lo tanto, líder máximo de la URSS, dejó de enviar tropas y
tanques para mantener a los ciudadanos de los países de la órbita soviética
convenientemente confinados dentro de sus fronteras. Al replegarse la URSS de
su esfera de dominio geopolítico (básicamente porque eso les costaba mucho
dinero, exactamente como está pasando ahora en los EEUU bajo la presidencia de
Trump, que ya no quiere seguir siendo el mayor financiador de la OTAN), los
líderes de los países del bloque oriental comenzaron a dejar que sus ciudadanos
hicieran lo que quisieran y salieran hacia Europa occidental. A ver el mundo y
hacer sus propias experiencias. Hungría y Checoslovaquia abrieron sus fronteras
y una cantidad de ciudadanos de la antigua RDA comenzaron a salir por ahí, en
masa y a pie.
Cuando Erich
Honecker, el entonces canciller de la RDA, pidió a Gorbachov que lo impidiera
exigiendo a Hungría y Checoslovaquia el cierre de sus fronteras, éste
básicamente lo mandó a paseo. Por aquellos tiempos se celebraban los cuarenta
años de la fundación de la RDA y corrió entre los berlineses rápidamente la voz
de que Gorbachov no estaba particularmente interesado en ayudar a Honecker a
resolver sus problemas domésticos. Entonces, en la última visita de Gorbachov a
Berlín, mientras comparecía en el equivalente a un “balcón del pueblo” junto a
Honecker, comenzó a oírse un rumor bajito que fue aumentado en intensidad a
medida que la multitud se adhería a la súplica: “Gorbachov, ¡ayúdanos, ayúdanos!”.
En los días
subsiguientes la situación para el gobierno de Berlín se hacía cada vez más y
más insostenible. Multitudes de personas se congregaban en la Iglesia de San
Nicolás, en Leipzig, y en sus
alrededores, para abogar por la liberación de la RDA de la influencia soviética.
Todo el que podía salía por Hungría o Checoslovaquia. De modo que el día 9 de
noviembre de 1989, el canciller Egon Krenz, que había asumido el liderazgo de
la RDA por la intempestiva renuncia de Honecker, anunció por cadena de radio y
televisión que “se facilitarían los trámites para permitir la salida de
ciudadanos de la RDA hacia la RFA”.
Y esto es lo
que más me asombra: no dijo que abrirían el muro. Dijo que estaban pensando “facilitar los trámites” para
que la gente pudiera salir a Berlín occidental, i.e., para las famosas “visas
de salida” que imperaban, por aquel entonces, en los países de influencia
soviética para obstaculizar a sus ciudadanos el explorar el mundo y hacerse de
sus propias experiencias y formular sus propias opiniones sobre las cosas. Pero
la gente lo interpretó como yo pensaba que la gente debía hacerlo aquel día en
el que observé en silencio el Muro, unos meses antes. Es decir, la gente
entendió lo que le dio la gana, a saber, que no había ningún fundamento
racional para que alguien aceptara someterse a esa clase de confinamiento. Así
pues, inmediatamente después de la alocución de Krenz, los berlineses bajaron
en masa, y en pijama, de sus edificios, y pidieron a los guardias, sin demasiados
miramientos, que abrieran por favor las alcabalas que les impedían pasar para
el otro lado. Después he leído que los guardias llamaron a sus superiores para preguntarles
si debían disparar a la gente que se dirigía al Check Point Charlie como los zombies de Fear the
Walking Dead, tal y como les habían instruido que debían hacer si se
presentaba el caso. Uno de esos superiores respondió: “¿Tú eres idiota, o qué?
¿Cómo se te ocurre que vas a dispararle a ese montón de gente? ¡Hay que dejarlos
pasar!” Puro sentido común.
Esa noche
llamé a mi tutor en Berlín (yo había regresado a Venezuela temporalmente para
retornar a Alemania al año siguiente) y entre ruidos de bocinas de autos y
enorme algarabía, me contó que ese era el fin de la RDA. A mí me parecía
imposible que un país con 40 años de historia pudiera desaparecer de la noche a
la mañana así de fácil. Pero eso fue lo que sucedió. Bastó y sobró con que la
gente despertara al sentido común y se acabó el experimento que confinaba a los
seres humanos a un país convertido en una prisión.
Oprimir a
las personas no es nada fácil. Necesitas un dispendio enorme de recursos y
represión para poderlo hacer, dado que la autonomía de las personas es una
fuerza metafísica, una densidad ontológica de la que la revelación cristiana es
testimonio y, a la vez, constatación. Hace algún tiempo un estudiante nuestro
que ha sido violinista de una orquesta sinfónica de Venezuela me contó una
historia que me recuerda mucho la caída del Muro de Berlín. Un Ministro de
Cultura de Hugo Chávez nombró a un representante gubernamental para que interviniera esa venerada
orquesta, el cual asumió su puesto anunciado que la orquesta dejaría de ejecutar
piezas de compositores “imperialistas y eurocéntricos”, como Mozart y a
Beethoven, para dar paso fundamentalmente a la música académica venezolana (que habría sido, por cierto, imposible de componer sin la influencia de los autores supuestamente eurocéntricos). Los músicos le
respondieron a este sujeto en el mismo tono de aquel oficial alemán al que me
refería más arriba: “¿Cómo es la cosa? ¿No podemos tocar más piezas de Mozart y
Beethoven? ¿Tú eres idiota, o qué?” De nuevo: puro sentido común.
Precisamente
porque los venezolanos, como lo evidencia esta anécdota, hemos sabido derribar,
durante los últimos años, nuestros pequeños Muros de Berlín, precisamente
porque muchos venezolanos hemos respondido a los que aspiraban a oprimirnos, o
a imponernos su visión única, con un oportuno “¿Tú eres idiota, o qué?”, que hemos
podido mantener algunos espacios para la libertad de espíritu, como nuestra
Universidad Central de Venezuela.
Se trata de
un tipo de libertad que es temida por todos aquellos demonios, como decía John Rawls, que temen la
capacidad que tienen las personas para tomar autónomamente una decisión
respecto del curso que tomarán sus vidas. Ellos tratan de impedir que
las personas se informen adecuadamente y tomen sus propias decisiones, porque
es más fácil para el opresor dominar e instrumentalizar a ciudadanos que no
saben lo que quieren o no pueden formularlo adecuadamente. Y donde quiera que
eso ocurre hay sólo una razón para ese dinamismo: el poder que proviene del
despojo y la deshumanización de las personas que confrontarían de otro modo al
opresor con sus propias demandas. Pienso que gran parte del socialismo en
versión venezolana y latinoamericana, un socialismo militarizante que tiene su
origen no tanto en las universidades de la región como en sus cuarteles y
mafias paramilitarizadas, contempla el cerrar el paso a las aspiraciones de una
juventud que quiere vivir su propia vida y sus propias experiencias, porque los
que aterrizan en una posición de poder en gobiernos de esta guisa, no raramente
terminan viviendo en condiciones que sólo los millonarios europeos pudieran
permitirse, como aquel ex ministro chavista quien, cual Ernest Hemingway
venezolano, se retiró en el otoño
de su vida a una casa de playa frente al mar en Cuba, en donde todo el mundo lo
ha de tratar como el aristócrata que, en el fondo, tal vez siempre quiso ser.
Otro teórico
del socialismo latinoamericano, uno que está realmente en las alturas del
poder, nos decía una vez que si se cumpliera la “aspiración capitalista” de que
todo el mundo tuviera un auto, entonces, “nadie podría respirar”. Así pues, se
trata de que, si yo tengo carro, por ejemplo, tal vez convenga que tú, joven que comienzas
tu vida, ya no debas tenerlo, no vaya ser que yo no pueda respirar en mi
exquisito retiro frente al mar, en países en donde a nadie se le ocurrirá disputar ese tipo de privilegios. Por lo
que he podido atisbar, se trata de un socialismo que oculta su condición de ideología
profundamente reaccionaria bajo un barniz ecologista; que pareciera que no
tiene tanto que ver con lo que decía Marx, como con la aspiración de una casta
dominante de disfrutar de privilegios que solo los ricos se pueden permitir en
un mundo en donde es muy difícil ser capitalista o alcanzar una gran fortuna,
porque hay que trabajar mucho y ser muy inteligente.
Pero lo
mismo puede decirse de una parte de la oposición venezolana, aquella que utiliza
métodos de lucha fascista, la que obstaculiza el libre tránsito de las personas
y construye también sus pequeños Muros de Berlín por nuestras ciudades, la que financia,
según contaba un sacerdote amigo, grupos de choque que conducen a jóvenes a su
inmolación y a su muerte, difunde mentiras por redes sociales cuyos ejecutivos
están más que dispuestos a aceptar dinero para manipular sus algoritmos y que,
finalmente, se pasea por el mundo buscando promover sanciones que ahoguen financieramente a nuestro
país, para provocar así la desbandada de la base popular del partido de gobierno,
sin importar los daños colaterales (nosotros, carne de cañón). También aquí
escuché a una muchacha que, impedida por un individuo, que había erigido una
guarimba, de entrar a su casa para ir al baño, gritar con justa indignación: “Pero
¿es que tú eres idiota, o qué?”.
Contra
ellos, debemos nosotros saber derribar todos los días nuestros Muros de Berlín.
Ello implica reconocer que en nuestra capacidad de agencia personal, en nuestra
capacidad de autoconstituirnos como individuos con un proyecto o un plan de
vida personal, reside el poder que nuestros opresores más detestan. Se trata
del poder para formular claramente lo que nos dicta el sentido común, el
sentido de la justicia, las más elementales de las razones, sin miedo, llamando
idiota a quién realmente lo es, en particular al que espera que guardemos
silencio, bajemos la cabeza y no le pidamos explicaciones. Debemos poder
formular lo que decide nuestra reflexión interior con la cabeza alta, diciendo
las cosas de frente y como son, sin miedo a convencer al otro y sin dejarse
intimidad por su terquedad. Y, sobre todo, sin recurrir a la violencia de los
que persiguen fines que, por no poderlos confesar, apelan a la fuerza
desintegradora, a la negación del Estado e institucionalidad venezolanas, que
no son el patrimonio de ningún partido, sino los espacios cargados de historia,
esas franjas de tierra venezolana, encima de las cuales tenemos derecho a
permanecer firmes y de pie.
Noviembre de 2017