Propuesta para una Iglesia sinodal
Prof. Dra. Luz Marina Barreto
Este documento fue presentado, como propuesta a título personal, en la
primera asamblea convocada por nuestras autoridades parroquiales en
preparación para una Iglesia sinodal, en la Parroquia Nuestra Señora de
la Consolación de Caracas, Venezuela.
Soy una catedrática de filosofía de la Universidad Central de Venezuela
que ha dedicado sus investigaciones a la teoría de la racionalidad, en
especial a las relaciones entre racionalidad práctica y teoría del
conocimiento y ética.
Es en virtud de mi competencia en esas áreas, así como en virtud de mi
condición de filósofa católica y feligresa de esta parroquia, que
formulo la siguiente solicitud a las autoridades que informarán a las
distintas asambleas sinodales.
Voy a formular mi solicitud ahora y en seguida voy a ofrecer una
fundamentación o justificación de la misma. Se trata de lo siguiente:
Me gustaría que durante la Liturgia de la Palabra de la misa, el
párroco y las autoridades de cada diócesis invitasen, en ocasiones
especiales y según una práctica reglamentada, a teólogas y teólogos de
trayectoria, solvencia moral y académica reconocida, laicos y laicas, a
proclamar la homilía del día, lo que supone desde luego interpretar y
reflexionar el Evangelio del día, para edificación y enseñanza de los
feligreses que se encuentren en ese momento en el templo.
La fundamentación de esta solicitud es la siguiente:
Soy consciente de que en ocasiones especiales se permite a otras personas distintas de los presbíteros y obispos que proclamen la homilía. En efecto, cuando por causas de fuerza mayor, el párroco o el vicario se encuentran ausentes, he tenido la oportunidad de escuchar la homilía impartida por religiosas consagradas y, alguna que otra vez, incluso homilías proclamadas por los así llamados “diáconos permanentes”.
Pero lo que yo creo que es más conveniente para el futuro de la Iglesia católica es una práctica más regulada y más sistemática que, en primer lugar, incorpore al servicio litúrgico, en su condición de Maestras y Maestros, al contingente de teólogas y teólogos que se están formando o existen ya en todo el mundo, y cuya comprensión del kerigma cristiano a veces es mucho más profunda que la de muchos presbíteros y “diáconos permanentes”, cuyas homilías, todo hay que decirlo, a veces no son buenas o no están bien preparadas.
Estos teólogos y teólogas, estos maestros y maestras, están en estos momentos relegados a facultades de teología o a asambleas extra-litúrgicas especializadas, a las que por múltiples y justificadas razones muchos feligreses de una parroquia no pueden, o no quieren tener que asistir. Sin embargo, el Espíritu Santo se expresa en particular en la Liturgia de la Palabra. Liturgia significa “oficio público”, es decir, un oficio que para los católicos tiene no sólo un componente pedagógico, sino al mismo tiempo hondura sacramental porque es un servicio que se ofrece a Dios como acción de gracias. Excluir a teólogas y teólogos, así como a otros maestros y maestras de nuestra fe, de la posibilidad de reflexionar a viva voz, con la asamblea de los fieles durante la misa, sobre las lecturas y los Evangelios, equivale a excluir la voz del Espíritu Santo que se expresa en la comunidad reflexiva que ha dado sentido, siglo tras siglo, a las razones que animan nuestra fe. Esta exclusión obliga a los feligreses, algunas veces, a escuchar homilías inadecuadas para las lecturas del día o a veces incluso sesgadas en sus interpretaciones de los asuntos que conciernes a la vida espiritual y vital de los feligreses de una parroquia, que se ven reducidos a una comunidad que sólo puede responder a las mismas, con injustificada pasividad, “Amén”. Esta reducción a la pasividad es muy lamentable, dado que excluye de la vida eucarística a muchos fieles que tienen una comprensión de su fe y de su vida espiritual que es más profunda de lo que a veces se ven obligados escuchar. Investigaciones recientes en la teoría de la reflexión racional muestran que la participación de las personas que expresan y reflexionan en conjunto sobre aquello que es valioso para ellos crea comunidad, es decir, un espacio público rico en contenidos que han sido deliberados. Es así y no de otra manera que las razones que animan nuestra fe pueden mantenerse vigentes en el corazón de cada uno de los fieles y ser transmitidas eficazmente a las siguientes generaciones.
Quisiera evocar en este contexto el recuerdo imborrable de una homilía que escuché en Hamburgo, proclamada por la gran teóloga luterana Dorothee Sölle. Se trata de una de las grandes teólogas del siglo XX, cuyos libros recomiendo, y cuya profunda fe y enorme sabiduría tuve el privilegio de conocer mientras hacía mi doctorado en Alemania. La iglesia católica universal, en mi opinión, está en el deber de permitir a los feligreses de nuestras distintas diócesis el escuchar las buenas teólogas y teólogos que se están formando, que están escribiendo de modo inteligente y profundo sobre nuestra fe, y que se están educando cada vez más y mejor en muchos colegios católicos en donde se imparten cada vez mejores conocimientos de índole teológica.
Finalmente, quisiera responder de una vez a dos posibles objeciones que pudiera elevarse en contra de mi propuesta.
La primera sugeriría que no podemos hacer lo que no se ha hecho en el pasado, o lo que la “tradición” no ha permitido, a saber, incorporar la sabiduría reflexiva laica a la Liturgia de la Palabra. Una falacia muy común, la del argumentum ab auctoritate, apela a la autoridad para justificar la validez de una práctica. Pero no, en realidad todo se puede discutir de nuevo. La reflexión y la deliberación sobre aquello que ha transmitido nuestra tradición no debe quedar relegada al pasado, dado que la reflexión enriquece a todo aquel quien se aventura en ella y lo constituye como sujeto verdaderamente libre.
La segunda, por su parte, sugeriría que incorporar la reflexión teológica del laicado femenino en la Liturgia de la Palabra pudiera introducir de manera subrepticia la posibilidad de promover a las mujeres al sacerdocio. Pero no estoy sugiriendo que los maestros de la palabra que interpretan los evangelios y las lecturas del día para edificación y enseñanza de los feligreses en la asamblea eucarística ocupen eventualmente el lugar de los sacerdotes que han sido ordenados para la celebración de la Liturgia eucarística. De hecho, en lo personal pienso que las mujeres no deberíamos ser ordenadas sacerdotes, hasta donde alcanzo a comprender este difícil y complicado asunto. La razón es la siguiente: la Liturgia eucarística es un sacrificio que el sacerdote ofrece in persona Christi. Pienso que es indudable que a nuestro Señor no le habría pasado por la cabeza sugerir que mujeres se ofreciesen a sí mismas, incluso simbólicamente, en sacrificio. La idea del sacrificio humano es repugnante a la tradición semítica, pero mucho más lo es el sacrificio de mujeres, en particular por su condición de ser madres.
Suponiendo que alguna vez, como sucede en otras tradiciones cristianas, las mujeres fuesen autorizadas a presidir asambleas litúrgicas, me pregunto si es deseable que ahora y en el futuro las mujeres puedan disfrutar también de la posibilidad de ofrecerse a sí mismas “en sacrificio” en la Liturgia eucarística, sin importar cuán simbólico pudiera ser éste. Pienso, en lo personal, que esto no sería deseable porque pudiera resultar en una erosión, a largo plazo, del simbolismo semántico que rodea a la figura de la mujer.
Sin embargo, por otro lado, la sabiduría laica, que no tiene sexo, sí puede incorporarse a la Liturgia eucarística como enseñanza edificante a los fieles, en el sentido que he esbozado arriba. Con ello, reformularíamos una práctica que ya existía en la Iglesia primitiva, en donde las tareas de los presbíteros, o “ancianos”, en el sentido de personas sabias, se distinguían de las de aquellos que eran ordenados como miembros de la sucesión apostólica (Cfr. John D. Zizioulas, 2001).
Caracas, 19 de marzo de 2022.
Soy consciente de que en ocasiones especiales se permite a otras personas distintas de los presbíteros y obispos que proclamen la homilía. En efecto, cuando por causas de fuerza mayor, el párroco o el vicario se encuentran ausentes, he tenido la oportunidad de escuchar la homilía impartida por religiosas consagradas y, alguna que otra vez, incluso homilías proclamadas por los así llamados “diáconos permanentes”.
Pero lo que yo creo que es más conveniente para el futuro de la Iglesia católica es una práctica más regulada y más sistemática que, en primer lugar, incorpore al servicio litúrgico, en su condición de Maestras y Maestros, al contingente de teólogas y teólogos que se están formando o existen ya en todo el mundo, y cuya comprensión del kerigma cristiano a veces es mucho más profunda que la de muchos presbíteros y “diáconos permanentes”, cuyas homilías, todo hay que decirlo, a veces no son buenas o no están bien preparadas.
Estos teólogos y teólogas, estos maestros y maestras, están en estos momentos relegados a facultades de teología o a asambleas extra-litúrgicas especializadas, a las que por múltiples y justificadas razones muchos feligreses de una parroquia no pueden, o no quieren tener que asistir. Sin embargo, el Espíritu Santo se expresa en particular en la Liturgia de la Palabra. Liturgia significa “oficio público”, es decir, un oficio que para los católicos tiene no sólo un componente pedagógico, sino al mismo tiempo hondura sacramental porque es un servicio que se ofrece a Dios como acción de gracias. Excluir a teólogas y teólogos, así como a otros maestros y maestras de nuestra fe, de la posibilidad de reflexionar a viva voz, con la asamblea de los fieles durante la misa, sobre las lecturas y los Evangelios, equivale a excluir la voz del Espíritu Santo que se expresa en la comunidad reflexiva que ha dado sentido, siglo tras siglo, a las razones que animan nuestra fe. Esta exclusión obliga a los feligreses, algunas veces, a escuchar homilías inadecuadas para las lecturas del día o a veces incluso sesgadas en sus interpretaciones de los asuntos que conciernes a la vida espiritual y vital de los feligreses de una parroquia, que se ven reducidos a una comunidad que sólo puede responder a las mismas, con injustificada pasividad, “Amén”. Esta reducción a la pasividad es muy lamentable, dado que excluye de la vida eucarística a muchos fieles que tienen una comprensión de su fe y de su vida espiritual que es más profunda de lo que a veces se ven obligados escuchar. Investigaciones recientes en la teoría de la reflexión racional muestran que la participación de las personas que expresan y reflexionan en conjunto sobre aquello que es valioso para ellos crea comunidad, es decir, un espacio público rico en contenidos que han sido deliberados. Es así y no de otra manera que las razones que animan nuestra fe pueden mantenerse vigentes en el corazón de cada uno de los fieles y ser transmitidas eficazmente a las siguientes generaciones.
Quisiera evocar en este contexto el recuerdo imborrable de una homilía que escuché en Hamburgo, proclamada por la gran teóloga luterana Dorothee Sölle. Se trata de una de las grandes teólogas del siglo XX, cuyos libros recomiendo, y cuya profunda fe y enorme sabiduría tuve el privilegio de conocer mientras hacía mi doctorado en Alemania. La iglesia católica universal, en mi opinión, está en el deber de permitir a los feligreses de nuestras distintas diócesis el escuchar las buenas teólogas y teólogos que se están formando, que están escribiendo de modo inteligente y profundo sobre nuestra fe, y que se están educando cada vez más y mejor en muchos colegios católicos en donde se imparten cada vez mejores conocimientos de índole teológica.
Finalmente, quisiera responder de una vez a dos posibles objeciones que pudiera elevarse en contra de mi propuesta.
La primera sugeriría que no podemos hacer lo que no se ha hecho en el pasado, o lo que la “tradición” no ha permitido, a saber, incorporar la sabiduría reflexiva laica a la Liturgia de la Palabra. Una falacia muy común, la del argumentum ab auctoritate, apela a la autoridad para justificar la validez de una práctica. Pero no, en realidad todo se puede discutir de nuevo. La reflexión y la deliberación sobre aquello que ha transmitido nuestra tradición no debe quedar relegada al pasado, dado que la reflexión enriquece a todo aquel quien se aventura en ella y lo constituye como sujeto verdaderamente libre.
La segunda, por su parte, sugeriría que incorporar la reflexión teológica del laicado femenino en la Liturgia de la Palabra pudiera introducir de manera subrepticia la posibilidad de promover a las mujeres al sacerdocio. Pero no estoy sugiriendo que los maestros de la palabra que interpretan los evangelios y las lecturas del día para edificación y enseñanza de los feligreses en la asamblea eucarística ocupen eventualmente el lugar de los sacerdotes que han sido ordenados para la celebración de la Liturgia eucarística. De hecho, en lo personal pienso que las mujeres no deberíamos ser ordenadas sacerdotes, hasta donde alcanzo a comprender este difícil y complicado asunto. La razón es la siguiente: la Liturgia eucarística es un sacrificio que el sacerdote ofrece in persona Christi. Pienso que es indudable que a nuestro Señor no le habría pasado por la cabeza sugerir que mujeres se ofreciesen a sí mismas, incluso simbólicamente, en sacrificio. La idea del sacrificio humano es repugnante a la tradición semítica, pero mucho más lo es el sacrificio de mujeres, en particular por su condición de ser madres.
Suponiendo que alguna vez, como sucede en otras tradiciones cristianas, las mujeres fuesen autorizadas a presidir asambleas litúrgicas, me pregunto si es deseable que ahora y en el futuro las mujeres puedan disfrutar también de la posibilidad de ofrecerse a sí mismas “en sacrificio” en la Liturgia eucarística, sin importar cuán simbólico pudiera ser éste. Pienso, en lo personal, que esto no sería deseable porque pudiera resultar en una erosión, a largo plazo, del simbolismo semántico que rodea a la figura de la mujer.
Sin embargo, por otro lado, la sabiduría laica, que no tiene sexo, sí puede incorporarse a la Liturgia eucarística como enseñanza edificante a los fieles, en el sentido que he esbozado arriba. Con ello, reformularíamos una práctica que ya existía en la Iglesia primitiva, en donde las tareas de los presbíteros, o “ancianos”, en el sentido de personas sabias, se distinguían de las de aquellos que eran ordenados como miembros de la sucesión apostólica (Cfr. John D. Zizioulas, 2001).
Caracas, 19 de marzo de 2022.
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