miércoles, 22 de abril de 2020

Clases presenciales versus clases virtuales: ¿Un falso dilema?


Muchos y grandes pensadores, a lo largo de la historia, no recibieron clases en un salón. En décadas recientes, puede encontrarse también un listado enorme de personalidades muy destacadas, en todas las áreas del conocimiento y la cultura, que estudiaron en sus casas y fueron educadas, por lo menos en los primeros niveles del sistema educativo formal, por sus padres.
Ahora bien, también es cierto que la mayoría de ellas terminó finalmente integrándose en el sistema formal de educación conforme aumentaba la dificultad de los contenidos que debían asimilar y comprender. Es indudable que las clases que se comparten en un espacio propicio, un salón con otros compañeros, con profesores competentes y facilidades de acceso a bibliotecas y otros recursos, ofrecen grandes ventajas para el desarrollo del pensamiento racional. Muchas materias y conocimientos de importancia tal vez no pueden comprenderse del todo en soledad. Comprender algo, saberlo realmente, requiere poderlo explicar a otros, es decir, poder coordinar los argumentos que lo sustentan con aquellos argumentos que los otros interlocutores pueden entender, o con los que pudieran estar de acuerdo. Esta es una tarea difícil, que requiere paciencia, capacidad para los acuerdos e imaginación.
La discusión racional, que confirma aquello que consideramos verdadero y real, requiere, pues, un tipo de esfuerzo de coordinación y negociación que es, la mayoría de las veces, muy difícil. Por lo demás, pareciera que no existen realmente atajos distintos a este tipo de negociación cara a cara para acelerar los procesos de entendimiento mutuo que son necesarios para alcanzar una visión común del mundo objetivo y del mundo ético, visiones que son necesarias para una convivencia armónica y feliz, y para el avance del conocimiento innovador del mundo físico y natural.
Por esta razón, una sociedad sin parlamentos ni cabildos en los que los implicados discuten y coordinan cómo quieren diseñar sus instituciones públicas terminará decayendo en la anomia y la fragmentación. Del mismo modo, una sociedad sin universidades públicas y de calidad, financiadas generosamente, terminará dependiendo para su propia desgracia de las innovaciones sociales, científicas y tecnológicas producidas en otros lugares y por otras personas. Lo que ambas decadencias tienen en común es la pérdida de espacios para la discusión viva sobre lo que es verdadero, válido y real. Y esa discusión sólo puede darse en un entorno que promueva la reflexión racional hecha en común, cara a cara, junto con otros con quienes debemos ponernos de acuerdo y con quienes tenemos que hacer el esfuerzo de entendernos.
Ya desde la antigüedad clásica se tenía claro que este tipo de entrenamiento reflexivo para la búsqueda cooperativa de la verdad se aprende realmente en los espacios de algún tipo de sistema de educación formal, llámese Academia, Escuela o Universidad, y compartiendo y discutiendo contenidos difíciles con otros seres humanos. Ahora bien, es igualmente indudable que este tipo de movimiento reflexivo no puede producirse si no existe una contraparte en una suerte de vida interior, en virtud de la cual el que discute también puede retirarse y formarse su propio juicio de manera autónoma e individual.
Se trata de una dialéctica ineludible. La discusión racional está sostenida desde adentro por los estudios, las reflexiones personales, y la vida interior de aquel que es capaz de estudiar en su casa solo y de manera silenciosa y concentrada. Por esta razón, muchos grandes pensadores que fueron “homeschooled”, que estudiaron en sus casas solos en su infancia y primera juventud, suelen tener muchísimo éxito cuando se integran en la Universidad más tarde. Son capaces de asimilar contenidos complicados de manera concentrada y eficaz, sin dejar de aprovechar las posibilidades de crecimiento intelectual que ofrece la reflexión hecha en una comunidad de argumentación.
De este modo, parece que no puede haber un verdadero aumento del conocimiento en una comunidad, entendido como una empresa colectiva, si no existe, al mismo tiempo, la capacidad de cada uno de sus miembros para el estudio solitario y concentrado.
En esta coyuntura que atraviesa nuestro sistema educativo, debida a la inédita situación que plantea la pandemia del Covid-19, me parece a mi que se abre para nosotros la posibilidad de reforzar ese lado de la dialéctica que se produce en las discusiones racionales que a veces descuidamos: el lado que alude a la capacidad que cada uno de nuestros estudiantes debe tener para el estudio automotivado, solitario y concentrado. Sin ese aspecto de esa dialéctica, lo otro no funciona, es decir, los que van a discutir se quedan sin contenidos y argumentos ricos e innovadores.
No se trata de sustituir un salón de clases, lo cual es imposible, y mucho menos pretender hacerlo con audios de whatsapp, un uso con el cual sus creadores seguro no contaban. Se trata de poder diseñar un programa para que nuestros estudiantes puedan auto-dirigir sus estudios privados con la ayuda y el apoyo del profesor. Este es el momento que todos podemos aprovechar para estudiar y asimilar contenidos difíciles, que requieren muchas horas de estudio concentrado, solitario y encerrado. Por lo menos, eso es lo que yo estoy haciendo, en mi condición de profesora e investigadora universitaria.


Una universidad es un cuerpo vivo que aglutina una comunidad de estudiosos abocados a la obtención del conocimiento en el marco de sus distintas cátedras. En estas circunstancias extraordinarias, la universidad puede proseguir esa tarea, adaptándonos a la nueva situación y acompañando a nuestros estudiantes, con nuevos recursos e ideas que no involucren peligrosos encuentros presenciales que pongan en riesgo su salud, para que continúen su aprendizaje bajo la guía de sus profesores.