martes, 3 de mayo de 2011

Lo que podemos perder. Una defensa de la noción liberal de justicia como imparcialidad.


Lo que podemos perder. Una defensa de la noción liberal de justicia como imparcialidad.

Luz Marina Barreto


Introducción

En las páginas que siguen quiero desarrollar un argumento que vincula sistemáticamente la defensa al individuo y la posibilidad de una reflexión racional socialmente enriquecedora. Esta no es, naturalmente, una idea nueva: se encuentra en la base misma de la justificación ética de la noción liberal del Estado de derecho, por ejemplo, en John Stuart Mill.[1] Pero las ideas correctas deben ser reiteradas siempre de nuevo, de modo que mi punto de partida será un aspecto de la actual cultura política latinoamericana en el que la crítica a las corrientes neo-clásicas de la economía (que en su versión contemporánea se conocen como la unión de la Nueva Economía Clásica y la Teoría de las Expectativas Racionales) se extiende hasta abarcar arbitrariamente el liberalismo político, es decir, al Estado que reconoce de manera formal el derecho de todos los individuos a una igual consideración y respeto por encima de supuestos derechos de un grupo o de un colectivo. Sostendré que la crítica al liberalismo pudiera ir de la mano, por razones que esclareceré, con el surgimiento del culto postmodernista a la supuesta inconmensurabilidad de las distintas visiones de la ética -que se considerarían no susceptibles de fundamentación racional-, la defensa de prácticas sociales de índole no universalista -hechas en nombre del pluralismo-, y el desmontaje sistemático del Estado de derecho y las garantías a las libertades individuales -que se justificaría en nombre de una supuesta preeminencia de los intereses de un grupo o de un colectivo por sobre los derechos de minorías o individuos concretos.
En los últimos años, la crítica al llamado sistema económico neoliberal y, por añadidura, al sistema liberal de derechos, con su concepción de la justicia como imparcialidad, ha encontrado un suelo fértil en un continente tradicionalmente caracterizado por la aceptación pasiva, por parte de sus dirigentes políticos tradicionales, de la inequidad y la administración desigual de justicia. La espantosa inequidad frente al destino de millones de compatriotas, e incluso el racismo, son el secreto oscuro de Latinoamérica, a diferencia de lo que puede observarse en Europa o en Norteamérica, que son sociedades mucho más homogéneas, aunque naturalmente todavía muy injustas.  Es esta inequidad la que justifica, a los ojos de aquellos que se vuelven portavoces de la crítica al neoliberalismo, la crítica al sistema liberal de derechos, como sucede al interior del gobierno actual venezolano y de otros grupos políticos latinoamericanos cada día más influyentes.
No me refiero, pues, simplemente a un problema que ataña sólo a la filosofía de la economía, como, por ejemplo, el enfrentamiento entre el modelo keynesiano de la economía y el paradigma neo-clásico, mejor conocido bajo el mote de “neoliberalismo”. Me parece, más bien, que la acusación al neoliberalismo, referida a los principios económicos de la economía clásica que propugnan el cuidado del intercambio libre entre actores económicos y el manejo de sus expectativas racionales, se usa para dirigir las baterías, también, en contra de los principios liberales del derecho. Estos principios han insistido a lo largo de los siglos que la defensa de la propiedad privada y del ejercicio libre de la propia actividad económica es una derivación y dependen del respeto al despliegue de los propios talentos, a tener una concepción personal de la buena vida y a entenderse a uno mismo como un agente racional que decide con autonomía cuáles son sus propios fines y motivos para la acción.
El detractor del neo-liberalismo aprovecha para convertir la crítica justificada a un modelo económico que, en su forma primitiva –el neoclasicismo- conduce realmente a una serie de graves anomalías, en una posición meta-económica y metafísica en contra de los principios liberales que sostienen que todos y cada uno de los individuos tienen un derecho a una igual consideración y el respeto. Este derecho me parece a mí que es una condición irrenunciable de toda Humanidad civilizada y, como veremos más adelante, un resultado de nuestra auto-comprensión como agentes racionales. No obstante, para el antiliberal, el neoliberalismo, que es una figura teórica que rebasa las fronteras de la economía, le daría demasiada importancia a los individuos en desmedro de unos supuestos derechos grupales o del colectivo.
En las páginas que siguen, me propongo defender la noción liberal de derecho, es decir, el universalismo del concepto de justicia o, lo que es lo mismo, una noción de la justicia como imparcialidad y la distinguiré del modelo neoliberal económico o, como también se puede decir, del modelo neoclásico de la economía. De acuerdo con el liberalismo político, todos los individuos gozarían de un derecho básico a una igual consideración y respeto. Ahora bien, creo que es posible vincular este derecho, sistemáticamente, con una defensa de la reflexión racional y de la aspiración a alcanzar acuerdos racionales cuando se producen disputas políticas. De esta manera, lo que intento es una forma de fundamentación de ese derecho básico basada en la intuición, que se encuentra ya en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres de Kant, de que lo que respetamos en el otro son las demandas introducidas por sus propios procesos reflexivos acerca de la vida buena, en la medida en que podemos reconocer en nosotros mismos la necesidad de formular autónomamente nuestra propia concepción del bien.
Los procesos reflexivos que pudieran llevar a alguien a convencerse de algo o a sentirse motivado racionalmente por nuestros argumentos en favor de un enunciado son ciertamente a veces muy opacos, incluso otras veces inaccesibles a nosotros mismos. Pero me parece que si respetamos y somos conscientes en nosotros mismos de nuestra condición de agentes racionales autónomos (en el sentido de que somos nosotros aquellos que atribuimos valor a algo), entonces podemos presumir que seremos igualmente capaces de identificar en los otros la misma necesidad de autonomía. Por lo tanto, el paso del reconocimiento del valor de la autonomía propia a un reconocimiento igual a otros o a un reconocimiento universal del valor de la misma en otros, se apoya en la importancia que le damos a los procesos reflexivos que dan lugar a nuestras acciones. Por su propia naturaleza, como ya lo ha mostrado Jürgen Habermas,[2] una deliberación racional que puede dar lugar a un plan personal de vida o a una concepción de la vida buena es una actualización de un diálogo con un otro (interiorizado o real) delante del cual justificamos lo que hacemos. Por supuesto, no todo el mundo somete sus decisiones al escrutinio deliberado. Por ejemplo, puedo enamorarme pero no preguntarme por qué siento estos sentimientos especiales por esta persona y cómo puedo responder a las tendencias a las que me impulsa ese amor de forma responsable y ética. Pues bien: sostengo que quien no se hace estas preguntas cuando se enamora, o lo que sea, no ejerce plenamente su autonomía. El ejercicio de la propia autonomía supone alguna forma de justificación deliberativa ante un otro interiorizado o no, justificación cuyos límites exploraré más adelante a propósito de unas ideas de Ronald Dworkin. Ello sugiere que la racionalidad misma y su ejercicio en la autonomía del individuo incorpora ya la presencia de otro ser humano. Esto nos permite suponer que el paso de la atención a los propios intereses al respeto por los intereses del otro, o, para decirlo de otra manera, el paso del imperativo hipotético al imperativo categórico en el que la máxima debe ser universalizada, o para decirlo de otro modo todavía, el tránsito de la teoría de la elección racional a la cooperación estratégica o al respeto igual a todos los ciudadanos, es connatural a la reflexión racional y la implica. Por lo tanto, la fundamentación del respeto igual a todos los individuos racionales pasa por el reconocimiento de nuestra condición de individuos racionales (por supuesto, advierto de inmediato a los no filósofos que pudieran pensar que estoy llevando a cabo una especie de apología del individuo egoísta que la racionalidad se predica de los medios y no de los fines de la acción).

I. El neoliberalismo como problema para la filosofía de la economía.

Ya he señalado que la crítica al neoliberalismo pudiera usarse en el debate político latinoamericano para criticar el Estado liberal de derecho y abogar en favor de restringir las libertades individuales, en especial, las libertades económicas. Veamos ahora en qué podría consistir semejante crítica.
En el modelo neoclásico, al contrario de aquellos de economía centralizada en el Estado, el crecimiento económico se lo hace depender de la intuición, sin duda alguna filosófica pero corroborada por la matemática, que sugiere que los costos de oportunidad se distribuyen de forma más eficiente si se los hace descansar en las necesidades e intereses siempre cambiantes de los agentes económicos y no en una idea trascendente del bien público. Es decir: dado un pool de agentes económicos, los costos de oportunidad implicados en sus actividades económicas serán menores en la medida en que aquellos se encuentren en libertad para elegir los bienes y servicios que realmente desean, es decir,  en la medida en que se encuentren en libertad para satisfacer de modo siempre innovador sus necesidades y preferencias cambiantes. Un costo de oportunidad es el precio que uno debe pagar por tener una unidad adicional de un bien que uno desea: es el precio que refleja la oportunidad que uno pierde al tener que elegir en dónde colocar recursos escasos. Un agente racional querrá siempre que sus costos de oportunidad no sean demasiado altos, lo que es una manera de decir que un agente racional quiere que le vaya en la vida lo mejor posible, satisfaciendo con sus actividades el espectro de preferencias más amplio y sin la sensación de haber tenido que abandonar otras preferencias o necesidades consideradas importantes. Me parece que es el gran economista norteamericano Paul Krugman quien señalaba, en uno de sus artículos de prensa, que la caída del bloque soviético se debió a las distorsiones que introdujo en su economía una colocación de recursos escasos en la que se le dio deliberadamente la espalda a las preferencias de los agentes económicos. La Unión Soviética, un antiguo imperio económico levantado sobre la industria del acero, seguía invirtiendo en esta industria cuando todo el mundo comenzaba ya a querer poseer una computadora personal. Con el boom económico de los ochenta y noventa levantado casi exclusivamente sobre la nueva demanda por computadoras, microprocesadores y otros productos asociados, la demanda mundial de acero disminuyó. Si el poder soviético centralizado hubiese dejado a los agentes económicos en un mercado libre la decisión respecto de cómo invertir sus recursos escasos y distribuir sus costos de oportunidad, la sociedad soviética no habría perdido su tiempo y su dinero en las ya demasiado onerosas fábricas de acero.  Pero el partido comunista soviético, al erigirse en supremo juez y mentor de aquello que todo el mundo debería, según aquel, considerar el bien común, impidió el desarrollo de una industria capaz de satisfacer de modo innovador las nuevas necesidades de los individuos. Poco a poco, fue volviendo a sus sociedades incapaces de competir con aquellas sociedades que dejan a los individuos libremente decidir cómo y cuándo invertir sus recursos escasos. Resulta difícil imaginarse por qué alguien querría repetir este desgraciado esquema, pero el crítico del neo-liberalismo, con su insistencia en que las decisiones que afectan a un colectivo no pueden dejarse en las manos de una sumatoria supuestamente anárquica de individuos egoístas, muchas veces ignorantes de a dónde los llevarán las tendencias del mercado, se aferra a sus propias intuiciones respecto de lo que sería el bien común que, como lo muestra el ejemplo de la industria del acero en la antigua URSS, busca imponer a cualquier precio al colectivo que está precisamente bajo su cuidado.
Sin embargo, es igualmente indudable que el neo-clasicismo, y su versión contemporánea, la Nueva Economía Clásica, son problemáticos tanto desde el punto de vista teórico como filosófico. El mayor de sus problemas es que la disminución de los controles que se ejercen sobre un conjunto de individuos o agentes racionales libres puede producir, en efecto, reacomodos que perjudican a uno o a un grupo de esos individuos o, como dice la economía, equilibrios que no son óptimos de Pareto. Una hipotética mejor adaptación de la Unión Soviética a las nuevas necesidades del mercado occidental, si bien la hubiera salvado de la debacle, habría ocasionado la pérdida de empleos del sector laboral empleado en la cada vez más ineficiente industria del acero.
Esta es probablemente una propiedad desafortunada de los sistemas matemáticos complejos que son una sumatoria de individuos: si queremos separar el oro de la arena lo más eficiente es pasarlos por un tamiz. El tamiz no está perfectamente adaptado para todos los posibles tamaños del oro o de la arena, de manera que necesariamente algunos granos de arena se colarán y algunas piedritas de oro se perderán en el proceso. Si yo quiero evitarlo, entonces debería escoger el oro y separarlo de la arena uno a uno, pero se trata de un procedimiento tan oneroso que si mi competidor usara un tamiz terminaría al final del día con más oro que yo. Lo mismo sucede en los mercados: si fuéramos Dios, entonces tal vez podríamos proteger a todos los agentes económicos y a todas sus preferencias, de manera que ninguno se perdiese en el proceso. Pero un poder político centralizado que quiera hacer el trabajo de Dios será y es, de hecho, más ineficiente que uno que dejase que las decisiones dependan de los grandes números y las regularidades estadísticas. Porque ¿cómo evitar que la sociedad se estanque en procedimientos burocráticos de decisión política dependientes de un poder centralizado? La matemática de los sistemas complejos dice que es mejor dejar esto a la constitución espontánea de tendencias estadísticas, de modo que si la mayoría de la gente quiere el bien A en vez del bien B es mejor no hacer nada para impedirlo. Es también, quizás, por esto que Joseph Roth llama al poder soviético una de las formas como el Anticristo se expresa en la Tierra, al hacer el trabajo de Dios y pretender conducir a todos y a cada uno de los ciudadanos a su particular idea del bien común. La caída del bloque soviético muestra mejor que nada el trabajo destructivo de un hipotético Anticristo, de un poder dictatorial que se auto-diviniza cuando cree saber mejor que los propios individuos autónomos en qué consisten su felicidad y su bienestar. Lo que colapsa en los sistemas políticos de economía centralizada es la constitución de lo valorado, que pasa de ser una atribución de todos los agentes racionales a una imposición proveniente de aquel que cree saber qué es lo que debería ser valorado y qué no.[3]
El problema es que en una economía libre el mayor bienestar neto de un colectivo a veces puede producirse al precio de sacrificar a un grupo concreto de individuos. Esta es una de las paradojas de la economía neo-clásica: la protección de la diversidad en las preferencias, que se garantiza por la vía de la protección al libre ejercicio de la propia actividad económica, y que debe conducir a una colocación más eficiente de recursos escasos, termina siempre perjudicando a un grupo. Decía hace unas líneas que esto es tal vez una propiedad desafortunada de los sistemas complejos, pero también es, sobre todo, una condición inevitable de la existencia humana y de las limitaciones que impone el tiempo. Como agentes racionales que somos estamos sujetos a la necesidad de tener que elegir cómo empleamos nuestro tiempo y nuestros recursos escasos. No sólo no es físicamente posible satisfacer todas nuestras preferencias y necesidades: si pudiéramos, tampoco tendríamos tiempo. Así como debemos a veces sacrificar muchas de nuestras preferencias y estamos obligados a distribuir de modo eficiente nuestros recursos y los costos de oportunidad en los que incurrimos como agentes racionales, así mismo una sumatoria de individuos deberá sacrificar algunas de sus preferencias si satisface otras. No hay manera de resolver esta paradoja sin destruir la base que hace posible la eficiencia y el bienestar que perseguimos. Aunque parece ser la diversidad en las preferencias la que posibilita un crecimiento económico capaz de satisfacerlas a ellas y a las necesidades de las nuevas generaciones, de manera que cualquier intento de dirigir como desde arriba o desde afuera de los agentes racionales mismos la dinámica del mercado conducirá a distorsiones y estancamientos contraproducentes, el precio que hay que pagar por ello es, sin embargo, la constitución de equilibrios inestables que pudieran inclinar la balanza a situaciones en las que un individuo o un grupo de individuos pudiera resultar gravemente afectado.
En efecto, es un hecho demostrado que abandonar a los agentes económicos a la dinámica ciega del mercado puede conducir a equilibrios inapropiados e injustos. Hay muchísimos ejemplos históricos de ellos en América y Europa a lo largo del siglo XX. Uno muy conocido es la Gran Depresión, que se produce, entre otras razones, a causa de la inversión especulativa en la Bolsa de Nueva York de grandes capitales financieros en desmedro de la inversión productiva y creadora de empleo (y que fue remediada por Roosevelt con la creación de un millón de nuevos empleos en la industria de los ferrocarriles durante los años treinta, lo que permitió el crecimiento la demanda agregada de acuerdo con un esquema keynesiano y, en consecuencia, aumentó la inversión productiva)[4]. El otro ejemplo interesante, mucho más cercano, es la debacle económica argentina, causada por las distorsiones en el mercado introducidas por la desconfianza en la fortaleza de la paridad cambiaria que existía hasta entonces y que se había mantenido, irónicamente, solamente para generar confianza entre los inversores extranjeros, que de todos modos salieron en estampida cuando observaron a las economías vecinas tambalearse. De esta manera, los movimientos racionales de los agentes individuales que buscan proteger sus intereses, y que son irracionales desde el punto de vista estratégico (es decir, que podrían afectar los beneficios futuros del mismo agente en tanto afectan el rendimiento futuro que depende de la cooperación con otros agentes)[5], pudieran resultar perjudiciales si no se introduce algún elemento coordinador que alivie o resuelva las distorsiones que dependen de actores sólo interesados en promover su propio interés. Es por esto que a la Nueva Economía Clásica y a la Teoría de las Expectativas Racionales se le podría oponer un esquema neo-keynesiano, que busca controlar la economía a través de la expansión de la oferta monetaria y cuyos controles se pueden extender mucho más al interior de la dinámica económica de una sociedad, restringiendo, por ejemplo, el flujo de capitales especulativos entre países u obligando a empresas inversoras transnacionales a transferir tecnología o a mantenerse durante un tiempo mínimo en los países que las acogen.[6] 
Como decía, parece que no hay salida a esta necesidad de intervenir al interior de la dinámica económica de una sociedad para coordinar las interacciones entre los agentes económicos y contrarrestar las distorsiones que pudieran estancar la actividad de mercado que sus elecciones hacen posible. La evidencia empírica sugiere que el abandono de la dinámica del mercado a la famosa “mano invisible” pudiera desembocar en rigideces como las que produjeron la Gran Depresión, pero, igualmente, muestra que demasiados controles destruyen la base misma del crecimiento económico, que es la de la satisfacción innovadora de necesidades y preferencias siempre cambiantes.
Es en este sentido que la filosofía de la economía descansa en una teoría de la racionalidad de los agentes. Las actividades descoordinadas de los agentes racionales no sólo dan lugar a anomalías que son contraproducentes para la dinámica económica de la que se beneficiarían esos mismos actores, sino que, obviamente, afectan los intereses y planes racionales de vida de otros actores. Es inevitable que las ventajas comparativas de algunos actores respecto de otros den lugar a un abismo de diferencias que es susceptible de abrirse cada día más, de modo que individualidades e incluso países enteros pueden resultar injustamente beneficiados en un esquema que no corrija esta clase de asimetrías. En principio, un intercambio o una interacción entre dos o más individuos será injusta para uno de ellos si le impide llevar adelante sus intereses o su plan racionalidad de vida. Aunque esta definición, como tal, es todavía insatisfactoria, permítaseme hacer uso de ella provisionalmente para destacar el hecho de que para la filosofía moral de inspiración kantiana un orden social, o económico, es injusto si impide a un individuo o a un grupo de individuos actuar como agentes racionales que desean decidir de forma autónoma cuál es su idea del bien, es decir, qué es lo que quieren o prefieren. Esta definición no se sigue de las reflexiones que acabamos de hacer respecto de la naturaleza de la dinámica económica. Pero habría que ser un poco miope para no darnos cuenta de que la evidencia que arroja la dinámica económica del siglo XX sugiere que, a largo plazo, desestimar de forma rígida los intereses de un grupo, incluso si es minoritario, introduce en el sistema económico rigideces que pudieran terminar estancándolo desde el punto de vista de su capacidad productiva e innovadora.

II. La fundamentación de un respeto universal e igual para todos los seres humanos.

Ahora bien, esta justificación del intercambio económico libre que acabo de esbozar está mucho más relacionada con la definición de carácter kantiano de lo que parece a simple vista. Una justificación de la cooperación entre agentes económicos basada únicamente en la necesidad de preservar la diversidad de preferencias personales -fuente, como hemos visto, de la innovación productiva-, y una justificación del respeto incondicional e igual a los intereses, o a los derechos, de todos los agentes racionales, parecen dos cosas realmente distintas cuando consideramos que la fundamentación de la primera pasa por reconocer que a un agente económico le interesa, en último término, una dinámica económica libre simplemente porque de ella depende la satisfacción de sus intereses particulares y no generalizables. En consecuencia, de esta forma de fundamentación no se sigue que un individuo racional esté obligado a cooperar con otros, o a respetar sus ideas de lo bueno, siempre y en cada caso, y no importa cuándo ni por qué. Si un individuo, como partner en la cooperación, resulta demasiado débil como competidor de cuidado, no hay una razón basada en el auto-interés que obligue a un agente racional a considerar las preferencias o intereses de aquel que se encuentra en una situación claramente desventajosa.  En economía, se dice que existen equilibrios que no son óptimos de Pareto, situaciones en la que los que están en una situación desventajosa no tienen por qué ver mejoradas sus situaciones para que a todo el mundo le vaya mejor, dado que existe un grupo en el poder al que ya le va muy bien. Aunque la evidencia histórica, y sobre todo la evidencia arrojada por las últimas décadas del s. XX, muestran que una sociedad que controla desde arriba o desde afuera las interacciones entre sus agentes económicos es menos innovadora y productiva que una sociedad caracterizada por una economía libre de mercado, las consideraciones de justicia requieren un derecho a la igual consideración y respeto de todos los implicados que no puede ser fundamentada de forma absoluta por las intuiciones en filosofía de la economía que hemos esbozado.
No obstante, creo que se puede defender la idea de que el imperativo moral y la recomendación económica neo-clásica se encuentran relacionadas. Hay algunos ejemplos en filosofía moral que exploran esta relación, tales como los de John Rawls y David Gauthier. Sus argumentos sostienen que debido a la incertidumbre que caracteriza los resultados de la interacción entre varios actores sociales, un principio general de racionalidad estratégica requiere que una persona intente cultivar una disposición a la cooperación y, por lo tanto, una tendencia a respetar los derechos individuales de los otros actores que, como él, también desean realizar sus preferencias y su plan racional de vida.[7] Esta es una muy buena razón para desear promover una sociedad en la que exista alguna forma de aprendizaje moral y el cultivo de disposiciones morales. Ahora bien, esta no es la única razón por la que respetamos el derecho de otros. La fundamentación de nuestra disposición a respetar los derechos de otras personas y a querer proceder en relación con ellas de forma justa o equitativa, requiere una justificación mucho más categórica de la que depende de consideraciones de racionalidad estratégica. Veamos brevemente en qué consistiría este tipo de fundamentación antes de pasar a observar una forma de relación entre la racionalidad práctica y los derechos básicos de los individuos mucho menos atendida, pero mucho más urgente.
Si creemos que la igual consideración y respeto de todos los individuos es un imperativo categórico –y resulta difícil no creerlo bajo esta formulación- las consideraciones que derivan de las recomendaciones de la racionalidad estratégica –de la teoría de las decisiones o de la teoría de la elección racional, por ejemplo- no tendrían un alcance suficientemente amplio. Siempre habría, en efecto, una situación en la que es mejor abandonar al que ya ha cooperado conmigo. Sólo en situaciones de completa incertidumbre valdría la pena siempre cooperar con otros, contando con que pudiera haber un número indefinido de situaciones futuras en las que yo pudiera necesitar de la ayuda de los demás para satisfacer mis propios intereses. Por esta razón, parece obvio que necesito algo más, una suerte de motivación genuina o específicamente moral, una disposición a atender al otro como agente moral incluso en desmedro de mis propios intereses, si quiero ser considerada como un partner confiable en la cooperación. La necesidad de constituir un conjunto de disposiciones morales en el individuo es, por ello, frecuentemente tratada como un capítulo especial de la psicología moral en las fundamentaciones racionales de la moral y es considerada un agregado esencial a la misma.  
También podemos explorar otra manera de dar cuenta del carácter categórico de los imperativos morales si profundizamos en el sentido metafísico, como me gustaría llamarlo a mí, de la presencia de la ley moral en nuestro corazón. C. S. Lewis considera esta presencia, que se constata cuando nos vemos imposibilitados de atropellar al otro y a desestimar sus derechos legítimos, una prueba indirecta de la existencia de Dios, en una suerte de fundamentación trascendental de una prueba ontológica en favor de esa existencia.[8] La ley moral sería, según esto, algo dado, no dependiente de nuestra voluntad, que la restringiría y nos impediría ignorar que el otro es un agente racional autónomo tan deseoso como nosotros de ejercerse como tal. La pretensión de validez fuerte que caracteriza a los juicios morales, a diferencia de la validez que poseen las normas sociales convencionales, parece hablar en favor de esta intuición que otorga a las normas morales un carácter arrollador para la subjetividad. Para Kant, reconocernos a nosotros mismos como aquel que valora, de manera que todo lo valorado depende, en última instancia, de nuestra capacidad de atribuir valor, implica, en un movimiento que ha sido muy cuestionado por la filosofía moral contemporánea pero que es, en mi opinión, inevitable si se goza de plena autonomía, reconocer al otro también como un individuo autónomo que valora y que exige pleno respeto para el ejercicio de su concepción de lo bueno. 
Una estrategia menos fuerte y, por ello, más intuitivamente plausible es la estrategia de fundamentación del respeto a las libertades individuales y a nuestras nociones de justicia debida a Ronald Dworkin, quien, como en el caso de David Gauthier, ofrece una modificación del esquema de la posición original propuesto por Rawls. Dworkin, que es primariamente un teórico de la jurisprudencia, ha insistido en la idea de que las disputas jurídicas son también, o sobre todo, disputas sobre filosofía del derecho y por lo tanto sólo pueden dirimirse cuando consideramos cuáles son los principios morales que justifican las normas concretas o empíricamente existentes que pudieran encontrarse en contradicción al interior de las cortes de justicia. De esta manera, dado que el razonamiento jurídico crea precedentes, no puede ser realmente separado de la reflexión moral ni de otras consideraciones que afectan los intereses de los miembros de una sociedad. Para Dworkin, los principios que fundamentan las normas concretas son derechos básicos y, en general, el derecho que tendría cada uno de los individuos a la igual consideración y respeto de sus intereses o demandas particulares. Ahora bien, ¿por qué alguien pudiera exigirme a mí que lo respete incondicionalmente? La respuesta de Dworkin vincula de manera muy  interesante los procesos deliberativos humanos con el respeto al individuo, de manera que pudiera sugerirse que respetamos en el otro el decurso de procesos reflexivos que uno percibe en uno mismo. Aunque Dworkin no menciona explícitamente que es necesario un paso adicional de la conciencia subjetiva de esa autonomía racional a una universalización de la misma y aunque cabe preguntarse si Dworkin realmente se da cuenta de que necesita este paso adicional para que el argumento funcione, de todos modos podemos presumir que lo que se encuentra implícito aquí es nuestra identidad genérica, como diría Marx, como individuos racionales autónomos.
De esta manera, la fundamentación de principios de justicia y normas de acción concretas no está separada del respeto a los individuos frente a los cuales esa forma de justificación se produce. Dicho de otro modo, sólo el respeto al individuo puede exigir que una forma de fundamentación de normas tenga lugar. De acuerdo con ello, el rechazo a la conciencia individual autónoma como límite último de toda política pública trae consigo, indefectiblemente, el abandono de toda necesidad de justificar dichas políticas ante una voluntad general. La fundamentación de principios de Dworkin está basada en la noción de equilibrio reflexivo de Rawls y, por lo tanto, propugna la vigencia de una forma una deliberación de carácter más o menos discursivo respecto de lo que una serie de agentes racionales consideran o intuyen importante para sus vidas. Así pues, sería en el medio de una deliberación en donde los actores pudieran ponerse de acuerdo respecto de cuál principio debiera prevalecer en sus acciones y por qué. El peso de un principio en una deliberación de este tipo dependería de su fuerza argumentativa y al equilibrio reflexivo se accedería a través de una suerte de balanceo entre principios y consideraciones. En el modelo de fundamentación de Dworkin los principios no están dados de forma naturalista o realista, porque si así fuera habría un sistema congruente y completo de principios, así como reglas estrictas para su aplicación. Esta era la ilusión del positivismo jurídico, del realismo y del utilitarismo (que cree poder reducir toda disputa en la aplicación de las leyes al bien común, el cual vendría dado de forma inequívoca), pero la experiencia en las cortes de justicia ha mostrado que la supuesta congruencia del positivismo y del realismo disfraza, la mayoría de las veces, la discrecionalidad de los jueces. En el modelo de Dworkin, no existiría un sistema consistente y completo de principios por descubrir, o por conformar con una concepción metafísica de lo correcto, sino un consenso provisional y flexible sobre los principios que deben prevalecer sobre otros, y que debería ser construido en el medio de un proceso de deliberación racional. El jurista ha de poder reconstruir racionalmente los principios que explican las intuiciones, y confiar en que algún día armonizarán los principios con sus intuiciones respecto de lo que es el caso. En efecto:
"El modelo natural insiste en la congruencia con la convicción, partiendo del supuesto de que las intuiciones morales son observaciones precisas; la exigencia de congruencia se sigue de un tal supuesto. El modelo constructivo insiste en la congruencia con la convicción como requisito independiente, que no emana del supuesto de que tales convicciones son informes precisos, sino de un supuesto diferente: que no es justo que los funcionarios actúen si no es sobre la base de una teoría pública general que los obligue a la congruencia, proporcione un estándar público que permita poner a prueba, discutir o predecir lo que hacen y no permita apelaciones a intuiciones excepcionales que, en los casos particulares, puedan constituirse en máscaras del prejuicio o interés particular".[9]
De esta manera, el funcionario público está obligado a una transparencia basada en la presunción de la racionalidad de los actores. Está obligado a la justificación discursiva, a la racionalidad comunicativa, que le exigiría explicar por qué toma una decisión.[10] Se trata de una teoría de las convicciones comunes de una comunidad porque se construye discursivamente. Por esta razón, los principios obtenidos mediante esta reconstrucción son contingentes. "Cambiarán a medida que cambie la condición general y la educación de la gente. Esto parece incongruente con el espíritu, al menos, del modelo natural, de acuerdo con el cual los principios de justicia son rasgos intemporales de alguna realidad moral independiente, a la cual los seres humanos, imperfectos, deben intentar adaptarse lo mejor que puedan".[11] La técnica del equilibrio reflexivo está pensada para seleccionar la mejor teoría de la justicia de un conjunto finito de teorías. Los resultados son relativos a un acuerdo posible entre los que conjeturan. Si el terreno común de intuiciones va cambiando, el equilibrio producirá sin duda resultados diferentes. Dentro del modelo natural, es difícil defender la autoridad de intuiciones sujetas a este tipo de revisiones. Pero en el modelo de Dworkin y Rawls, los principios de justicia no se pretenden una descripción exacta de la realidad moral. Dentro del modelo constructivo podemos rechazar una convicción, incluso si es poderosa, si no podemos conciliarla con otras en un modelo coherente, y no porque sea falsa. "Una determinada teoría no queda socavada porque un grupo diferente o una sociedad diferente, con una cultura y una experiencia diferente, pudiera producir una teoría diferente".[12]
Vemos así que, desde el punto de vista de una teoría de lo correcto moral y jurídicamente, este modelo no propugna la idea de alguna concordancia metafísica con un orden trascendente al contexto en el que se alcanza el equilibrio reflexivo. Esto significa que cuando el juez reflexiona a qué conclusiones debe llegar y a cuáles principios da preferencia, o cuando una comunidad de individuos racionales reflexiona sobre cuáles principios de justicia distributiva prevalecerán en sus instituciones públicas, tanto el juez como una comunidad de individuos racionales se enfrentan básicamente a una situación de incertidumbre en la que ningún orden objetivo puede venir a decirles cómo proceder. Pero, como insiste Dworkin en un interesante trabajo sobre las consecuencias epistemológicas de su concepción,[13] incertidumbre no implica indeterminación metafísica. Una discusión o una deliberación en relación a cuáles principios deberían considerarse para la constitución de una norma de acción se produce siempre en una situación de incertidumbre en el que ninguna conclusión podría estar dada a priori. Esto no significa que estemos autorizados a extraer de ello la concepción filosófica o metafísica de que la incertidumbre que reina a priori en la deliberación racional es la expresión de alguna clase de indeterminación metafísica respecto de la validez de algunos de los consensos alcanzados en equilibrio reflexivo y que, por lo tanto, la pertinencia misma del proceso racional de reflexión pueda ser puesta en cuestión. Quienes así lo creen cometerían, de acuerdo con Dworkin, una falacia.
Dworkin expresa esta idea diferenciando entre internalismo y externalismo de la crítica. Una crítica, una objeción o argumento encontrado al interior de una disputa en torno a la validez de un principio o una norma de acción,  siempre es interna al proceso mismo de deliberación y, por lo tanto, debe contar con  una respuesta dentro de ese mismo proceso. Un observador que se colocase fuera del proceso de deliberación e identificase esta incertidumbre que antecede la búsqueda de un acuerdo como una indeterminación metafísica respecto de la validez última de alguno de los resultados posibles, asume de manera falaz una postura externalista que desnaturaliza el proceso de reflexión que se lleva a cabo. Si un observador externo que observa a una pareja deliberar acerca de si un desliz extramatrimonial que alguno de ellos ha cometido debería o no debería conducirlos al divorcio concluyese que, porque hay una reflexión cuyos resultados son, por ahora, inciertos, entonces no hay ninguna solución posible o razonable al dilema, diríamos que el observador no entiende de qué se trata la disputa o se ha colocado en una posición que no le permite comprender cuáles son las normas y los sentimientos que están en juego. Y si ese observador se presentase a sí mismo ante la pareja como filósofo postmoderno y dijese que no vale la pena que los esposos discutan sobre asuntos acerca de los cuales no es posible alcanzar un acuerdo (según él), volviendo toda deliberación en relación a asuntos humanos un proceso inútil, la pareja tendría toda la razón de despedirlo de la disputa por impertinente y tonto.        
De esta manera, la falacia del externalismo, en este sentido que le da Dworkin, introduce en la reflexión racional humana un elemento metafísico completamente ilegítimo. Realiza una lectura meta-teórica o filosófica de la incertidumbre que preside toda discusión racional que no se justifica precisamente como conclusión filosófica inteligente o de peso. Pero tal vez la conclusión más importante que pudiera derivarse de esta crítica a lo que pudiéramos llamar la falacia de la indeterminación racional de asuntos humanos o, como a mí me gustaría llamarla, la falacia del filósofo postmoderno, es que es una prueba indirecta de la importancia del pensamiento y deliberación individuales en los procesos de constitución de un consenso argumentado. En efecto, si toda disputa sobre asuntos humanos, bien sean de carácter jurídico o moral, sólo puede dirimirse al interior de una discusión en la que debiera alcanzarse un consenso en equilibro reflexivo, entonces una sociedad debe poder garantizar las condiciones mínimas o formales que hacen posible esa deliberación. Esto significa que la sociedad debe procurar la existencia de espacios institucionales en los que esa discusión se produzca sin interferencias, procurando siempre la mayor libertad para la expresión de opiniones, dado que el equilibrio reflexivo comparte con la economía libre la capacidad de alcanzar el mejor resultado medio mientras más diversificados sean sus inputs de información.
La crítica al liberalismo es, según lo que acabamos de exponer y por lo tanto, no simplemente una crítica al individualismo moderno. En esto no hay que engañarse. Es, ante todo, una crítica a la pretensión de que cada uno de nosotros tendría la capacidad para una reconstrucción de las razones que tenemos para hacer lo que hacemos y para exigir a los demás explicaciones. Los antiliberales y antimodernos se quejan de que el liberalismo occidental supone la uniformización de voluntades: de lo que se quejan realmente es de la necesidad que tiene cada creador de políticas públicas de crear las condiciones institucionales para una reconstrucción racional de una voluntad general. Como admiradores del totalitarismo que son, prefieren no tomarse el trabajo de tener que defender sus concepciones de la vida buena en un foro público, de tener que persuadir racionalmente a los demás de la bondad de una concepción de la ética y, por supuesto, prefieren que una sociedad no posea las condiciones mínimas de respeto a los derechos individuales que permitirían a un individuo negarse a ser persuadido por la fuerza o a cumplir con una norma social con la que no estaría de acuerdo. Es por esto que, en mi opinión, la crítica a las nociones liberales de justicia en nombre del respeto a la diferencia y la supuesta inconmensurabilidad de visiones plurales de la ética o lo moralmente correcto conducen directamente a Auschwitz. En este sentido, Luc Ferry, en su Nuevo Orden Ecológico, recuerda la encendida defensa de la diferencia y la pluralidad de visiones que caracterizaban algunas de las legislaciones aprobadas por el gobierno Nazi en la década de los treinta del s. XX. Resulta revelador que, de acuerdo con Ferry, el mundo natural poseyera, en la mentalidad Nazi, un derecho intrínseco a ser defendido por sí mismo, independientemente de toda consideración humana. Mientras que la legislación sobre protección a los animales anteriores al régimen Nazi justificaban el cuidado de lo natural en nombre de una protección de la sensibilidad humana y en atención a la protección de los intereses humanos, el régimen Nazi, basado en una suerte de estética del sentimiento, renuncia a la justificación racional del cuidado de la naturaleza en favor de la defensa de una “naturaleza” original y auténtica, una alteridad distinta a lo humano que merece que se la respete “por sí misma”.[14]
No hay más que leer a Primo Levi para comprobar cuán lejos se podía llegar en la afirmación de lo diferente y en la radical afirmación, que le es complementaria, de lo propio, lo originario o lo “germánico”. Levi recuerda en los campos de concentración no miradas de odio o desprecio por parte de los capos en las barracas, sino más bien aséptica indiferencia, incluso alguna forma de inocente incomprensión, ante la mirada suplicante de aquellos que habían sido despojados de toda dignidad, justamente, de toda humanidad, como si de pronto los capos se hubieran visto interpelados en una calle de Beijing por alguien que les preguntase una dirección.[15] Es mentira que la consideración de la diferencia conduce al respeto de la diferencia. Es al revés. Aquello que se declara diferente ya no se considera igual que uno y, por lo tanto, pasa a convertirse en algo no menesteroso de las explicaciones, los permisos, las especiales atenciones y cuidados que uno exigiría para uno mismo en circunstancias análogas. Con el diferente, ya no tengo que hablar: la supuesta radical inconmensurabilidad de visiones ya señala suficientemente que ni siquiera compartimos los mismos conceptos. ¿Querría construir con él una voluntad general? Sería una pérdida de tiempo. Por esta razón, los antiliberales y los postmodernos consideran a nuestras convicciones éticas y de justicia un producto de prácticas sociales concretas, nunca de una voluntad general que haya construido penosamente un consenso a lo largo de los siglos en torno a la validez de normas e instituciones sociales. El crítico de la “racionalidad occidental” se ha eximido a sí mismo del trabajo de convencer al otro.
Para el positivismo jurídico, el derecho resulta también de prácticas sociales concretas y no de una voluntad social generalizable, es decir, de la constitución de una jurisprudencia basada en la racionalidad de los casos precedentes.[16] Resulta interesante observar que el fracaso del positivismo jurídico como forma de fundamentación y la carencia de un sistema jurídico basado en una Common Law ha obligado a numerosos juristas de mi país a abrazar el postmodernismo como la filosofía que se acomoda mejor a sus intuiciones. Como hemos visto, el postmodernismo declara el colapso de toda pretensión orientada a una fundamentación argumentada de juicios referidos al ámbito práctico humano, tales como juicios morales, sentencias jurídicas, sistemas políticos y normas sociales, entre otros. Ahora bien, negar el poder de la racionalidad comunicativa humana para solventar disputas concernientes a recomendaciones prácticas, y para alcanzar consensos satisfactorios para todas las partes en conflicto, los conduce inevitablemente, otra vez, a las tesis del positivismo jurídico que insisten que cualquier decisión jurídica expresaría, en definitiva, las opiniones discrecionales del juez y, por lo tanto, el capricho de su punto de vista.
El postmodernismo como filosofía jurídica y política tiene, pues, este efecto perverso: al rechazar toda posibilidad de acuerdo racional sobre algún punto en disputa, renuncia a todo esfuerzo, por mínimo que sea, para garantizar un clima no digo ya de tolerancia a la opinión ajena, sino un clima mínimo de disposición a escuchar al otro y discutir con él o ella, y a abrigar la menor esperanza de que toda discusión no será del todo inútil. El postmoderno, convencido de que las diferencias entre los seres humanos es demasiado grande y que cualquier intento de ponerse de acuerdo con el compatriota es como tratar de explicarle a un ser extraterrestre en qué consisten las fiestas “rave”, supone que lo único que le queda por hacer es imponer su punto de vista por la fuerza y desmontar una a una las libertades individuales que le impedirían hacerlo.
Finalmente, la crítica a las capacidades reflexivas individuales que se introduce sutilmente bajo el disfraz de una crítica al individualismo y la crítica a la constitución discursiva de una voluntad general que se introduce subrepticiamente bajo la rúbrica de una supuestamente perversa “uniformización” de voluntades, desemboca, en un último movimiento, en una concepción intuitiva o ingenua de lo “ético”. Como, de acuerdo con este pensamiento, ninguna concepción de la ética es susceptible de fundamentación racional y, por lo tanto, ninguna concepción de lo ético o de lo moralmente correcto es más válida que la otra, entonces lo que se considera éticamente aceptable puede imponerse si se está en el poder y no se necesita un marco institucional que garantice los derechos individuales, es decir, el derecho último que tiene cada ciudadano a ser persuadido de algo si no está convencido y a que se respete, si este es el caso, su renuencia a aceptar la argumentación del otro. El crítico del racionalismo, como el crítico al individualismo liberal, es, típicamente, alguien que considera, como el Trasímaco de Platón, que la validez de una concepción moral descansa en el poder que detenta quien la sustenta. Al mismo tiempo, la ética o lo ético no es un sistema reflexivo acerca del cual se pueda discutir desde un suelo o sustrato común –precisamente una teoría de la racionalidad humana-  sino un conjunto de concepciones atomizadas, propias de un pueblo, etnia o nacionalidad, acerca de los cuales no es necesario discutir si se tiene el poder o el dinero para imponerlas o para vivir de acuerdo con ellas si la constitución lo permite y no se molesta directamente a nadie que no pertenezca al grupo en cuestión.

III. Una forma de ideología antiliberal a manera de ejemplo.

El peligro de perder las estructuras sociales que garantizan un respeto igual a todos los individuos en un estado de derecho se expresa en la pervivencia de las ideologías izquierdistas de la región y en los grupos radicales que desean imponernos a todos su visión de la vida buena por la fuerza. Pero incluso personajes destacados de la política en Latinoamérica se vuelven, tal vez sin querer, voceros de una ideología cuyas consecuencias más nefastas pareciera escapárseles completamente. De los muchos ejemplos que pudiera traer para mostrarlo, escojo un texto cuyo autor es una de las figuras más influyentes del actual gobierno venezolano. Se trata de un artículo publicado por Luis Fuenmayor Toro, quien preside actualmente, la Oficina de Planificación del Presupuesto para la Educación Superior. El artículo suyo que quisiera examinar, "¿Por qué la ética en nuestros tiempos?",[17] apareció en un cuaderno encartado en una publicación del gobierno destinada a exponer su visión de las universidades.
El discurso de Luis Fuenmayor quisiera combinar la defensa de la razón y de los valores trascendentes de la Humanidad con la ya mencionada desestimación de Estado liberal de derecho occidental y su concepción de las capacidades de la razón humana para alcanzar consensos razonables respecto de aspectos problemáticos del mundo objetivo o social. En efecto, entre los peligros que, según Fuenmayor, acechan a la universidad venezolana se encuentran la mundialización, el capitalismo salvaje y la destrucción de los pueblos por parte de una potencia dominante o un poder unipolar. Estos peligros amenazarían con deshumanizarnos pero, ante todo, se expresan como “manipulación desinformativa”. Esta manipulación sería posible gracias a las nuevas tecnologías, que estarían en capacidad de controlar las voluntades a través de los medios de comunicación y las tecnologías de información ejercidas por un poder unipolar, posibilitando al capitalismo un "extenso e inexplorado campo de acción", que presionaría sociedades atrasadas, a la par de promover, al mismo tiempo, un nuevo despertar de las conciencias. Con ello surgiría un nuevo campo de discusión, el de la ética y la moral, que debería regir las relaciones políticas a nivel planetario a medida que las relaciones de dominación tradicionales va dejando espacios vacíos. Sólo ambas disciplinas podrían enfrentar la imposición mundial del modo de vida de occidente, de su cultura, ideología, sus valores y tradiciones. Esta imposición encontraría su expresión en distintas compañías transnacionales, así como en la devastadora fuerza militar de una sola potencia militar dominante.[18]
Lo que llama la atención de este discurso es la siguiente dificultad. Por una parte se afirma la importancia de la razón y de ciertos valores trascendentes en la constitución de una voluntad política, mientras que, por otro lado, se supone que la subjetividad reflexiva, si no se la controla o protege especialmente, puede verse impedida en el ejercicio de sus poderes deliberativos. Esto es lo que yo llamo el “mecanicismo” del pensamiento marxista o su deficiente teoría de la mente humana, que es típico de la noción marxista de la enajenación ideológica de la conciencia por parte de terceros, un raro fenómeno psicológico que Marx le atribuyó a todo el mundo, en un movimiento en el que no puedo evitar recordar aquellos locos que creen que todo el mundo es loco excepto ellos mismos. De acuerdo con esta popular idea, la mente de la persona no es percibida como un centro deliberativo o reflexivo en el que el sujeto de acción sopesa y balancea distintas argumentaciones, sino como una especie de depositorio vacío o pasivo que nuevas tecnologías estarían supuestamente en capacidad de penetrar. De esta manera, la disidencia, la opinión en contra, la oposición política, no es percibida como el resultado de un proceso deliberativo, como una reflexión que, si se considera deficiente, es susceptible de ser enfrentada por medios comunicativos destinados a ofrecer nuevos elementos de juicio, y que en todo caso hay que respetar, sino como el resultado de un proceso en el que la conciencia humana ha sido victimizada por parte de otros.
Es por esta razón que es mera ingenuidad pensar que el Gulag, el confinamiento psiquiátrico, al que el régimen stalinista soviético era bastante aficionado, haya sido un accidente del socialismo real: es un resultado directo de esta concepción de la mente del ser humano. En la filosofía de la mente del mecanicista de izquierda, aquel que piensa de una manera distinta al gobierno sólo pudo haber sido manipulado por los medios de comunicación y, por lo tanto, debe ser protegido contra sus propios procesos reflexivos despojándolo de las libertades individuales que los permiten y toleran. 
Una nueva ética, de acuerdo con Fuenmayor, debería oponerse a las relaciones de explotación capitalista y a las distintas formas de dominación que someten a los individuos y penetran sus subjetividades supuestamente vulnerables a la manipulación de los dominadores. De acuerdo con esta filosofía de la mente humana, el individuo no es percibido como un reflexionador que decide autónomamente sus elecciones, sino como una subjetividad pasiva que, sin saberlo, se engaña respecto de lo que quiere y le conviene. El trabajo de reconstrucción de la conciencia pasa por hacer penetrar en la conciencia alienada los contenidos de una nueva ética y de un sistema de valores no hegemónico. Hay que "luchar por una nueva ética" que rija las relaciones entre los individuos y los pueblos sin homogeneizar culturas, respetando las diferencias, abiertos a la pluralidad y el diálogo entre las diferentes culturas, al reconocimiento y valoración del otro. Abiertos a "...un nuevo pensamiento que legitima las diferencias y nos permita recuperar la identidad, que reivindica el derecho de todos a su praxis, enfrentados a sus propios mundos, tal como son, que niega la validez de un concepto de universalidad que se fundamenta en la homogeneidad y estandarización y que reivindica la universalidad basada en la pluralidad cultural, forjada a lo largo de la vida a partir de sus propias prácticas sociales y su propia ética".[19]
Esta nueva ética puede subdividirse de distintos modos: en primer lugar, como ética de la nacionalidad, orgullosa de nuestros valores, historia y cultura y difusora del pensamiento bolivariano. También como una ética del conocimiento, basada en la "objetividad de los hechos", en el "estudio de la historia y en la práctica social, la cual se nos revela como el único criterio de verdad que tiene cabida en las discusiones y contradicciones entre la gente."[20] Como una ética del trabajo que erradique la "politiquería" de las universidades y la identificación culpable con valores de las culturas dominantes, en contradicción con los intereses nacionales y populares. Una ética de la honestidad que elimine la corrupción universitaria. Como una ética de la democracia y la participación que reconozca en todos la capacidad de decidir. Como ética de la calidad académica que dirija a la universidad hacia "la obtención de un conocimiento pertinente", para resolver los urgentes problemas nacionales y los verdaderos retos del desarrollo, sin descuidar el aporte al conocimiento universal. Y, entre otras, también como una ética de la equidad que no se limite a distribuir de modo equitativo oportunidades, sino que promueva el desarrollo de capacidades humanas, al estilo propuesto por Amartya Sen, que de lugar a un aprovechamiento justo de las oportunidades.[21]
Las éticas locales, la filosofía de la mente en la que la subjetividad no es el lugar de una deliberación sobre preferencias, los particularismos, las supuestas diferencias insalvables que impedirían un diálogo sereno y los acuerdos en torno a valores universales, la crítica o el repudio a sociedades cuyos sistemas jurídicos colocan al individuo por encima de los intereses de un colectivo o un grupo y cuya libertad es preservada incluso si con ello se afecta a un grupo, la repugnancia por aquellos sistemas económicos en los que no se penaliza a quien se beneficia de un golpe de buena suerte o acumula riquezas gracias a su capacidad, son características de un discurso en el que el blanco principal de todos los ataques es el individuo, el individuo y su autonomía, el individuo y su propensión a tomar decisiones racionales acerca de lo que él cree que es la vida buena. Una sociedad que respeta al individuo es una sociedad que nunca podrá imponer a sus miembros una concepción fuerte de la vida buena, ni una concepción particular de la ética, pero será una sociedad cuyos miembros pueden progresar moralmente, dado que el único lugar en donde ese progreso tiene lugar es en la subjetividad de cada quien. Es por esta razón que yo he insistido, a lo largo de estas páginas, que el respeto al individuo es equivalente al respeto a la razón y que la crítica a la reflexión racional que busca acuerdos universalizables entre agentes va de la mano con el atropello a una noción de justicia como imparcialidad y a una sociedad en la que los derechos individuales básicos están protegidos.
El progreso moral supone no sólo la capacidad de respetar la autonomía racional de las otras personas. Supone, además, que yo soy lo suficientemente autónomo como para tolerar la negativa de otros a plegarse a mis recomendaciones prácticas y como para esperar del otro algunos consensos mínimos respecto de valores morales universalizables. En efecto, sólo la valoración de mi propia autonomía, de mi propia capacidad para decidir qué es lo que me conviene cada vez y para reflexionar sobre ello, podría llevarme a valorar la autonomía de los demás y a querer preservar el marco institucional no intervencionista que hace posible esos múltiples y diversos procesos reflexivos.
Los negadores de la racionalidad fundamentadora son incapaces de ver que cualquier teoría de la racionalidad es un reflejo de procesos racionales que, primariamente, se producen al interior de una subjetividad individual. De hecho, estos procesos reflexivos individuales son, a la vez que la interiorización de una reflexión pública, un reflejo de la reflexión interiorizada. Sólo la plena conciencia de la complejidad, incluso de la opacidad, que caracteriza la reflexión racional sobre nuestras preferencias podría llevarnos a comprender procesos análogos que tienen lugar en la subjetividad de los otros. Por esta razón, el rechazo al individualismo occidental y el repudio a la racionalidad son las dos caras de una misma moneda. Expresan un único rechazo a las dificultades implicadas en todo proceso que persigue los acuerdos con otros por la vía de la argumentación racional, porque a sus perezosas mentes resulta más sencillo imponer sin más sobre los demás la concepción del mundo y de la vida buena que se tenga.

IV. Lo que podemos perder.

La mirada imparcial o tolerante sobre las expectativas del otro, la aspiración a la reconciliación de todas las necesidades y demandas encontradas, el sueño de un mundo en el que reine la concordia y la paz, parece imposible si consideramos lo dicho más arriba en relación con las limitaciones que impone sobre las propias preferencias nuestra naturaleza humana como agentes racionales circunscritos por circunstancias objetivas como el tiempo o los recursos escasos. Toda tolerancia o imparcialidad parece ser, o bien abdicación o renuncia de las aspiraciones de una de las partes, o bien disposición a ceder en las propias posiciones y negociar, es decir, la expresión de una capacidad reflexiva que permite a los implicados en la discusión trascender sus propias posiciones individuales hacia una que ofrecería una alternativa unificadora.
 Sin embargo, un famoso relato de la escritora danesa Karen Blixen llamado El Festín de Babette, adaptado al cine en 1989 por Gabriel Axel, ilustra una opción distinta. El centro del relato es la llegada a un pequeño pueblo de la costa danesa, en medio de una noche, de una misteriosa dama francesa llamada Babette. Refugiada de las guerra napoleónicas, imposibilitada de regresar a su país y habiendo perdido de forma atroz a su esposo y a su único hijo, suplica ser aceptada como sirvienta por dos adustas damas puritanas, un par de hermanas solteronas que llevan adelante el trabajo misionero de un venerado ministro protestante fallecido recientemente -su padre.
De una de estas damas, Martine, había estado muy enamorado en su juventud un apuesto oficial del ejército llamado Lowenhielm. La había conocido por casualidad en la costa, mientras pasaba el verano en casa de una tía. Para cortejarla, el oficial había decidido asistir regularmente a las reuniones piadosas que muchos fieles de la zona sostenían en la casa del Pastor y que, en definitiva, no podían resultarle a este hombre mundano, acostumbrado al brillo de los salones de Copenhagen, sino bastante aburridas. Un buen día, desanimado por la seriedad de Martine, la rigidez del ambiente puritano y exasperado por el tedio, abandona bruscamente una de estas reuniones, convencido de que pretender conciliar sus aspiraciones de ascenso social con el amor por Martine, alguien tan distinto a lo que había soñado para él mismo, es perseguir "un imposible".
Pasan los años. Las dos hermanas, ya envejecidas y que por una u otra razón no se han casado ni salido de su pueblo, continúan el trabajo evangelizador de su padre y mantienen una pequeña comunidad de feligreses alrededor de su memoria. Al acercarse el centenario del nacimiento del Pastor, las dos hermanas deciden celebrarlo con una cena especial, que encomiendan a Babette.
Babette ha perdido todo contacto con Francia, salvo un pequeño encargo que una amiga realiza por ella año tras año: la compra de un ticket de lotería. En las vísperas de la preparación de la cena, Babette es sorprendida con la noticia de que ha ganado el premio de diez mil francos. Las hermanas suponen que Babette las abandonará, pero ella, después de reflexionarlo, decide quedarse. ¿A dónde iría? Ya no le queda nadie en París, sus amigos han muerto, ha perdido a su familia tiempo atrás. La única familia que le queda son la dos hijas del Pastor.
Pero Babette decide no sólo permanecer en la costa danesa. También pide poder preparar en homenaje al padre de Martine y Philippa "un vrai dîner français", una verdadera cena francesa. Las hermanas aceptan encantadas, sin imaginar todos los preparativos y gastos que esa cena comportará. Babette viaja a Francia en busca de algunos ingredientes y a su regreso  las hermanas observarán asustadas, y sin poder comprender para qué podrían servir, una tortuga viva y una jaula llena de codornices, entre otros ingredientes suntuosos y obviamente costosos, sin mencionar el horror que les producen las numerosas botellas de vino, cuidadosamente empacadas.
En vísperas de la cena, el ahora General Lowenhielm se encuentra por causalidad de visita en casa de su tía, una dama piadosa también asidua al salón del Pastor. Cuando comprende que verá, por primera vez en treinta años, a Martine, en una confrontación imaginaria con su yo más juvenil lo emplaza a que le demuestre "que ha elegido bien" y que no tiene nada de qué arrepentirse cuando escogió la vida en la ciudad y un matrimonio de conveniencia antes que una vida junto a su amor de juventud.
La elaborada cena tomará muchas horas de preparación. Cuando llegan los comensales, en especial el General que espera una cena muysencilla, sequedan todos muy perplejos por la corrección de la mesa, cuya finísima vajilla de exquisita porcelana está, evidentemente, muy por encima de las posibilidades de las dos anfitrionas. El primer plato es sopa de tortuga. El General, sin comprender todavía de dónde salen tales maravillas, comenta al vecino que se trata de una "verdadera sopa de tortuga". El vecino no responde. El General no sabe que Martine, temerosa de que una cena regada con tantos vinos exquisitos y tanta matanza los conduzca al pecado, ha pedido a los invitados en secreto, que, sin ofender a Babette, no se dejen llevar por los sabores, por los vapores del alcohol, que cierren el sentido del gusto y no se abandonen a nada que no sea el propósito inicial del festín, que es celebrar el centenario del fundador de esa pequeña comunidad cristiana.
El General lleva a sus labios la primera copa de vino y comprueba, asombrado, que es jerez amontillado de la mejor calidad. Mira otra vez a sus vecinos para comprobar su admiración y, de nuevo, los demás parecen ignorar completamente lo que está sucediendo a su alrededor. Seguidamente, se sirven Blinis Demidoff -una suerte de pequeños panqueques- con crema de leche y caviar, que Babette acompaña con Champagna. "¡Esta es una Veuve Cliquot 1860!", comenta el General cuando prueba el contenido de su copa, a lo que su vecino, fiel a la promesa hecha a Martine, replica con un comentario acerca del estado de tiempo.
El plato principal son condornices rellenas con paté de foie gras y trufas en pastel de hojaldre. A estas alturas, los exquisitos platos y vinos han nublado un poco las mentes de todo el mundo, pero en vez de provocar la temida inclinación al pecado que temía Martine, la luz de las velas, la delicada vajilla, la combinación de sabores, olores y colores y las tensiones disipadas por la calidez del vino han llevado a los comensales más bien al afecto, a la confesión del amor mutuo y a la generosidad. Se recuerdan y se perdonan de inmediato viejas rencillas y antiguas rivalidades, los esposos se besan, los que se han amado en secreto se toman tiernamente de las manos. El venerado Pastor se vuelve una presencia real y se recuerda tal vez más vívidamente y con más gratitud que nunca. Sigue el postre, un pastel hermosamente cubierto de exquisitas frutas secas, imposibles de conseguir a cientos de kilómetros a la redonda, y, en seguida, la selección de quesos franceses y frutas naturales. Los invitados han olvidado completamente los angustiados consejos de Martine y el comedor parece subir al cielo, elevado por el arte de Babette y transfigurado por la  luz de las velas que se refleja en los cristales labrados de las copas.
El General, conmovido, se pone de pie para decir un brindis. Mira a Martine. Observa su rostro, el rostro de la mujer de la que había estado muy enamorado treinta años atrás. "¿Qué clase de huellas habían dejado en ese rostro treinta años vividos en Berlevaag? El cabello rubio estaba ahora completamente blanco, el rostro fresco como el de una flor se había tornado como el del alabastro. Pero qué clara era la frente, qué tranquilos y  confiables los ojos, que pura y dulce era su boca, como si nunca se hubiese deslizado una palabra dura por sus labios".[22] Y así, mirándola de vez en cuando, y después de una corta reflexión, improvisa el General el siguiente discurso:
"La gracia y la verdad, amigos míos, se han encontrado. La justicia y la bendición del cielo se unirán en un beso...El hombre, amigos, es débil y tonto. Se nos ha anunciado a todos que encontraríamos la gracia en el medio de la creación. Pero en nuestra estupidez y miopía nos imaginamos que la gracia divina es limitada y esto nos hace temblar...Temblamos antes de haber tomado una decisión y, después de haberla tomado, temblamos de nuevo por temor de habernos equivocado. Pero llega el momento en que vemos y reconocemos que la gracia no tiene límites. La gracia de Dios, mis amigos, no quiere más nada de nosotros sino que la esperemos con confianza y la aceptemos con gratitud. La gracia, hermanos, no pone condiciones y no excluye a nadie. La gracia nos abraza a todos y anuncia la amnistía general. ¡Miren! Aquello que hemos elegido nos es dado, así como aquello que apartamos de nosotros. Sí, incluso lo que hemos rechazado se nos entrega en abundancia. ¡Porque la piedad y la verdad se han encontrado. La justicia y la felicidad se han unido en un beso!".[23]
Esta paráfrasis del Salmo 84 anuncia la realización de la misericordia de Dios en la Tierra. El General expresa así que nada de lo que ha elegido lo ha apartado de la posibilidad de obtener aquello que ha rechazado. Es en este sentido que el Reino de Dios, como dice Jesús en los Evangelios, "no esde este mundo". En este mundo, las limitaciones de tiempo y de recursos nosobligan a elegir, a renunciar a aquello que deseábamos por algo diferente. El General esperaba que su joven yo le demostrase que había elegido bien cuando renunció al amor de Martine por una vida de brillo y ascenso social. Pero he aquí que, por un instante, Dios le permite tenerlo todo. En el banquete que ofrece Babette, y que al General le parece como el que ofrece Dios a sus hijos, todas las expectativas, todas las preferencias de los individuos, se reconcilian unas con otras milagrosamente, de modo que nada a lo que aspiramos chocaría con aquello que obtuvimos en el pasado o con lo que anhelan los otros. De repente, todo es posible. Todo se puede tener sin despojarse de nada y sin despojar a nadie, sin pérdidas ni renuncia, sin costos de oportunidad. Y, así, el General se da cuenta que siempre ha estado con Martine, cada día de su vida. Al despedirse de ella, descubre que puede  estar con ella para siempre. Le dice: "...estaré contigo cada día que me quede por vivir. Cada noche, tal vez no en carne y hueso, porque eso nada significa, sino en espíritu, porque todo se reduce a eso, me sentaré contigo a la mesa, como esta noche. Porque hoy he aprendido, querida hermana, que todo en la vida es posible." [24]
El arte de Babette transforma una cena sencilla en una experiencia metafísica. Pero todo gran arte es eso: una ventana que se asoma a una realidad que supera de forma original nuestros limitados puntos de vista. El festín de Babette esboza la posibilidad de un estado que, transcendiendo todas las limitaciones de nuestras subjetividades finitas, representa la máxima felicidad. Trazamos con ello la imagen de un estado de beatitud imposible de imaginar (es necesaria una súbita revelación, como le sucede al General, para comprender de qué forma podría estar con Martine sin estar de hecho con ella) a menos que digamos lo que el Reino de Dios no es. Pero tampoco Jesús dice nunca en qué consiste exactamente el Reino de Dios.
Y tal vez no lo puede decir porque, como el cubo de cuatro dimensiones que es una fórmula matemática imposible de ser intuida en la imaginación, la clase de concordia implícita en la idea de un Reino de Dios es imposible de alcanzar o de imaginar en la Tierra. En nuestra condición de agentes racionales limitados de forma objetiva por circunstancias objetivas y por las expectativas de otros seres racionales, tal parece que a lo único que podemos razonablemente aspirar es a un Estado organizado de tal modo que permita la mayor flexibilidad posible en el manejo de todas las expectativas o preferencias en juego. Un Estado así no es completamente estable, en el sentido de que se pueda imponer y perpetuar en el tiempo sólo una de las posibles expectativas, pero tampoco es tan inestable que oscile entre distintos modelos de carácter totalitario. Antes bien, se tratará de un Estado que privilegiará procesos puramente formales para la formación de una voluntad política, sin prejuzgar a priori los resultados de tales procesos y preservando en los mismos, hasta donde sea posible, la mayor neutralidad axiológica, precisamente como lo sugiere el liberalismo político.
Lo que podemos perder es la intuición humana de que cualquier otro modelo sólo será un remedo de la concordia prometida en el Reino de los Cielos, justamente en la medida en que esa mala copia pudiera ocultar una abierta o disimulada imposición de la voluntad de un grupo sobre otros. El Estado liberal de derecho ofrecería, así, el marco jurídico apropiado para enfrentar posibles abusos al principio que permite a todos un respecto igual a sus planes de vida, así como cualquier intento por subvertir los equilibrios inestables que caracterizan a una sociedad humana que se reproduce a sí misma de forma creativa y original sólo a través de una perpetua reflexión, siempre abierta a las nuevas generaciones, sobre la forma de vida que quiere vivir.

Caracas, 8 de julio de 2003

Referencias

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Luis Fuenmayor Toro, "¿Por qué la ética en nuestros tiempos?", Colección Quadernos (No. 1, Noviembre del 2002) de la revista Question, encartada en la edición venezolana del Le Monde Diplomatique.

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Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights, Touchstone, New York, 1999.



[1] Cfr. John Stuart Mill, On Liberty and Other Essays, Oxford University Press, 1998 (Original: Londres, 1859).
[2] En particular en su Teoría de la acción comunicativa, de 1981. Yo misma he analizado extensivamente este aspecto de la teoría de la racionalidad comunicativa habermasiana en mi El lenguaje de la modernidad, Monte Avila Editores, Caracas, 1994.
[3] Joseph Roth, El anticristo, Editorial Península, Barcelona, 2002.
[4] Cfr. Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights, Touchstone, New York, 1999.
[5] Cfr. David Gauthier, Egoísmo, moralidad y sociedad liberal, Paidós, Barcelona, 1998.
[6] Cfr. Joseph Stiglizt y su concepción sobre las anomalías en el mercado laboral: B. Greenwald y J. Stiglitz, 1987, “Keynesian, New Keynesian and New Classical Economics”, en Oxford Economic Papers. Ver también George Soros On Globalization, PublicAffairs, Oxford, 2002, acerca de que la competencia creciente entre países ha obligado a los gobiernos a disminuir sus controles, con resultados muy negativos. Stiglizt ha señalado en un artículo reciente publicado en El Nacional que Europa no podrá salir de la recesión si no abandona el pacto de estabilidad que restringe el gasto público.
[7] Esta es, en efecto, la recomendación de David Gauthier.
[8] C.S. Lewis, Mere Christianity, Harper, San Francisco, 2001.
[9] Dworkin, R., Los derechos en serio, Editorial Ariel, Barcelona, 1999, p. 250.
[10] Dworkin, R., Los derechos en serio, p. 251.
[11] Dworkin, op. cit., p. 254.
[12] Dworkin, op. cit., p. 256.
[13] Dworkin, R., “Objectivity and Truth. You’d better believe it”, Philosophy & Public Affairs 25, no. 2 (Spring 1996).

[14] Debo a Niurka Izarra el haberme llamado la atención sobre estas observaciones de Luc Ferry.
[15] Primo Levi, Si esto es un hombre, Muchnik Editores, Barcelona, 2001.
[16] Cfr. prólogo de A. Calsamiglia en Ronald Dworkin, Los derechos en serio, Op. Cit.
[17] Luis Fuenmayor Toro, "¿Por qué la ética en nuestros tiempos?", Colección Quadernos (No. 1, Noviembre del 2002) de la revista Question, encartada en la edición venezolana del Le Monde Diplomatique.
[18] Cfr. Luis Fuenmayor, Op. cit., p. 9.
[19] Luis Fuenmayor Toro, Op. cit., p. 10.
[20] Ibidem. Énfasis mío.
[21] Luis Fuenmayor Toro, Op. cit., pp. 10 y 11.
[22] Karen Blixen, Schicksalsanekdoten, Rowohlt, 1989, p 43.
[23] Blixen, Op. cit., pp. 46 y 47.
[24] Blixen, Op. cit., p. 49.